Mentir como dioses
La primera vez que consiguieron mentir sin mover un músculo de la cara, traicionados tal vez únicamente por un ligero parpadeo, a sabiendas de que nosotros sabíamos que estaban mintiendo, debieron sentirse como dioses. No se trataba de mentiras normales, de esas que se dicen para salir de un mal paso, ni eran tampoco unas muestras de ese arte de "burlar con astucia el ingenio de los hombres" que Maquiavelo aconsejaba la su príncipe en el caso de que ncesitara el engaño para mantener el Estado. Ellos sabían perfectamente que no nos engañaban: y nosotros sabíamos que ellos no intentaban inducirnos a error; eran, por así decir, mentiras gratuitas.Luego los hemos visto mentir a mansalva, componiendo esa cara de palo con su punto de enojo e impaciencia, como si dudar de su palabra fuera no ya una muestra de obstinación impertinente, sino de manifiesta estupidez. Como si nos dijeran: pero ¿cómo sois tan necios que no dais por cierto lo que nosotros decimos sencillamente porque nosotros lo decimos?
No, Juan Guerra no había adquirido nunca aquellas fincas ni había utilizado aquel despacho; no, Filesa jamás había ocurrido, era todo un empecinamiento de los enemigos de la democracia; no, los poderes del Estado no habían tenido nunca nada que ver con los GAL. Mentir, mentir siempre, sabiendo que los demás sabemos que mienten.
¿Mentir, entonces, por nada, para nada, por simple malicia, por ese placer de los fuertes que consiste en decir lo contrario de lo que se piensa? No; mentir como forma de ejercicio de poder. Mentir para decir al otro: tengo poder para negar que eso haya sucedido, por más que tú sepas que sí, que ha sucedido y sin que venga a cuento si en realidad ha sucedido o no. Mi palabra contra tus hechos, nuestras firmas contra vuestras evidencias: ésta es la forma suprema de poder, pues con ella la palabra hace real lo que no existe y arroja de la existencia lo real, gran aspiración del poder. Mi palabra como instrumento de poder porque crea realidad y causa hechos al afirmarlos o los borra al negarlos, igual que la palabra de Yavé, suficiente para crear la tierra de la nada en un solo día o para examinar en una noche a todos los primogénitos de los enemigos de Israel. Palabra de Dios.
Así se comprende la irritación que produce al poderoso, a quien confunde su palabra con la realidad, que alguien tenga en su presencia la impertinencia de recordar que de todas formas lo negado ha ocurrido, que es real y que, por más que se mire a otra parte, el cadáver está allí, encerrado en el armario, y comienza a apestar. La reacción del dueño de la palabra es entonces muy sintomática: no intentará disculpar con engañosos argumentos lo ocurrido, no pretenderá tampoco. demostrar que tiene razón, sino que convertirá toda la cuestión en asunto personal: ¿cómo puedes decirme esto a mí, Ventura?, dicen que dijo el poder a un aprendiz extraviado. La persona que habla para producir realidad o negarla se toma a sí misma como último criterio de veracidad, como prueba de que las cosas son realmente como las cuenta él, que es dueño de la palabra.
Mentira como instrumento de poder, como capacidad para borrar de la existencia aquello que se miente, para darlo como no sucedido, como inexistente: tal es el nuevo arte de la mentira que ni Maquiavelo pudo imaginar y que lleva gravitando sobre la vida pública española demasiados años. Y a ese arte es al que hay que atribuir la actual desafección y pérdida de confianza, pues no otra cosa es lo que nos ha llevado, como aquel padre al que se refería Montaigne, a "sentirnos mejor en compañía de un perro conocido que en la de un hombre, cuyo lenguaje nos es desconocido". Para mentir, para mentir tanto, más les hubiera valido haber callado, porque "el lenguaje falso es menos sociable que el silencio". A lo mejor, aunque hubieran hecho las mismas cosas, tendríamos ahora más confianza en su palabra.
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