¡Dios!
El 20 de junio de 1931, al finalizar la lectura de La muralla china, Walter Benjamin le escribe a su amigo Gershom Scholem, ya afincado en Jerusalén, para que éste le indique su parecer sobre la obra de Kafka. Poco tiempo después, el primero de agosto de ese mismo año, Scholem le responde. Y, en su admirable respuesta, le dibuja con nitidez la relación esencial entre el universo lingüístico de Kafka ("lo prosaico en su forma canónica") y el lenguaje divino del Juicio Final (aplicación estricta de una ley marcial). Hasta el punto de ver en lo kafkiano no la angustia pueril que se le asigna, y cuyo aspecto cómico resaltó el propio Benjamin, sino el brillo inmisericorde de la Revelación: "El misterio teológico de la prosa perfecta".Pero no están los tiempos para esoterismos, máxime cuando aquellos a quienes ayer mismo no les tocó la lotería ya se imaginan hoy encarcelados a los tres Reyes Magos del presente perpetuo: Mario Conde, José Barrionuevo y Baltasar Garzón. Sin embargo, acaso quepa retener, al menos, el claro punto de partida sobre el que asienta Scholem su visión: Kafka no ocupa posición alguna en el conjunto de la historia de la literatura alemana ni tampoco en el de la judía. No se inscribe en ningún contexto, pues su poética sólo pende de un hilo sin asideros: el juicio de Dios.
Dios, mientras tanto, se ha puesto de moda. Basta con observar lo que ocurre en Francia, donde el semanario L'Express acaba de dedicarle la portada. Y la revista Lire se ocupa de airear los títulos de los libros que han cosechado las mejores ventas del año: los dos del Papa; el Testamento del abate Pierre; la Biografia de Jesús, de Jean Claude Barreau; Los funcionarios de Dios, de Eugen Drewermann; Dios no ha creado la muerte, de Françoise Verny; Jesús, el dios inesperado, de Gérard Bessiére; Carta abierta al Papa, de Bernard Besret; Los poderes misteriosos de la fe, de Jean Guitton y Jean-Jacques Antier; más la Historia de la misa, un diccionario histórico del papado, Jesús visto por un musulmán, un atlas de las religiones, los manuscritos del Santo Sepulcro y una lectura del Apocalipsis... A la naturaleza vacilante del fin de siglo le ha dado, pues, por agarrarse a la firmeza eterna de lo divino. Tal vez para asfixiarla una vez más, a falta de un sereno escepticismo.
Otro cantar es el que suena aquí, en España, donde la, escritura sigue oscilando, como si tal cosa, entre el costumbrismo y la anécdota, la escandalera y el improperio. Casi todo lo escrito aspira a conquistar un lugar: de denuncia, de insinuación, de medias verdades, de insolencia dulzona. El juicio humano se descubre también final: hay que acabar con esto o con aquello. Pero el espacio en el que más sorprende esa actitud creyente es en el puramente literario. Se da por novedad lo regresivo, se hace de la parodia vergonzante una invención fanfarrona y, sobre todo, se echa mano de cualquier dios de carne y hueso para enseguida desollarlo, con singular provecho, y así adueñarse de un lugar trillado, de una posición aceptable.
Ya nos fue dado ver, en el terreno de eso apodado poesía, qué se hizo de lo lorquiano y de lo cernudiano por arte de unos cuantos papagayos. Ahora asistimos al obsceno espectáculo de lo posgilbiedmano. Y causa pesadumbre que el canto, memoria de la lengua, no arranque de la nada, sino de enarbolar esa impostura que es la fidelidad a lo irrepetible. Que hay amores que matan llegó acaso a saberlo María Zambrano; al final de sus días no se cansaba de repetir: "¡Dios mío, se me llena la casa de impostores!".
Luego, la autora de El hombre y lo divino solía añadir: "Lo terrible es que algunos me quieren...". Tal cariño podría volver los ojos hacia Job, como Scholem quería, y no hacer villancico zambomberó, con tintes progres, en favor de esa divinidad que la malicia suele creer inteligencia: "Bajo una nueva advocación te adoro: / Afrodita antibiótica".
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