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Tribuna
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La mirada oscura

Sucedía algo sorprendente cuando se conocía y miraba por primera vez de frente a Gian Maria Volonté: su imagen personal no sólo no coincidía con la que la memoria de su cine había superpuesto a su renombre, sino que la contradecía. No parecía, mirándole a la cara, la misma persona a quien se identificaba con su nombre, sino otra muy distinta, a veces casi opuesta.Lo primero que se descubría, pues se trataba de una veloz evidencia, es que su célebre mirada oscura, seca, concentrada y con destellos de peligro, que despedía su imagen cinematográfica -mirada que Volonté mantuvo encendida hasta su Tirano Banderas y lo que haya logrado filmar de la película que estaba rodando con Theo Angelopoulos cuando la muerte le cazó-, se !transformaba, cuando era afrontada cara a cara -sobre todo en sus últimos años, pues la terca presencia de la muerte detrás de sus ojos había logrado suavizar las aristas del pedernal-, en una mirada líquida, nada oscura, sino muy azul, amistosa, aplacada y sonriente.

No quedaba en el rostro del cineasta italiano ningún rastro taciturno de su Mattei (El caso Mattei); ni del aire serio, distante y cínico que dio a su Lucky Luciano (Lucky Luciano); ni del gesto abatido, adusto y apesadumbrado con que compuso su Aldo Moro (El caso Aldo Moro); ni de los ojos fijos y obstinados con que fijó el gesto de su Bart Vanzetti (Saco y Vanzetti), o de Mario Ricci (La muerte de Mario Ricci); ni la energía disfrazada de cautela y parsimonia con que recreó a Carlo Levi (Cristo pasó por Éboli). Y no hace falta decir que ni rastro de la determinación de inminente homicida vocacional y sin nombre con que compuso al villano de Por un puñado de dólares.

Tal vez esta paradoja tiene su origen en que Volonté era de esa especie de actores -por lo general nacidos y crecidos en el polvo de un escenario, que les obliga a lanzar proyectiles de energía de dentro afuera, en forma de disparo o de pedrada- a quienes les gusta luchar a brazo partido con los personajes que interpretan, colisionar con ellos y desgarrarse contra ellos, porque son sus fantasmas íntimos hostiles, sus hermanos antípodas. Y era, en efecto, Volonté un virtuoso cuando encarnaba a sus adversarios -morales, mentales y políticos- incluidos aquellos que más despreciaba. Y de este modo lograba, en cuanto actor, defender generosamente como individuos a quienes rebatía y combatía como ciudadano y empedernido combatiente político.

Fue Volonté luchador de ideas hasta el último aliento y lo fue tan a fondo que, desde sus posiciones de izquierdista radical, combatió contra aquéllos a quienes daba en la escena o ante la cámara su propia piel, pues hacía compatible -en un alarde de elegancia- destrozar desde dentro una idea defendiendo como actor y por tanto respetando como individuo al personaje que tenía y mantenía esa idea. Su obra teatral y cinematográfica es por ello honda. Y reconocida: le por el dieron un Oso de Plata en el Festival de Berlín por Todo modo; ganó el premio al mejor actor en Cannes en 1983 por Puertas abiertas, y fue decisiva su contribución a que Italia se llevara uno de sus muchos oscars por Investigación a un ciudadano libre de toda sospecha.

El anuncio de la muerte no le detuvo. Convivía Gian Maria Volonté desde hace mucho tiempo con un cáncer irremediable y supo, primero durante semanas, luego durante meses y, finalmente, durante años, que tenía los días contados. Cuentan quienes le vieron bajo el sol de castigo del trópico cubano que había ocasiones en que, a golpe de voluntad, arrastraba casi literalmente su cuerpo hasta el punto de rodaje de Tirano Banderas. Pero siguió actuando. Y actuando ha muerto. Es lo que buscaba.

Decía Volonté que no sabía hacer otra cosa que actuar y era apasionante oír al viejo actor moribundo, ilusionado como un aprendiz, contar cómo había descubierto -sin duda alertado por su adiestramiento en escenarios de la escuela de Bertolt Brecht, que preparan el olfato para un rastreo en el interior del esperpento- el genio escénico de Valle-Inclán, que José Luis García Sánchez le reveló y él soñaba -y su sueño quedó incumplido- incorporar a las tradiciones de la escena italiana.

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