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El trasiego de los muertos

Javier Marías

Todavía no muy lejos el Día de Todos los Muertos, parece oportuno que haya sido en torno a esa fecha cuando se ha descubierto accidentalmente en la madrileña calle de Arapiles, cerca de donde aún vivo, un osario que contenía no menos de trescientos cadáveres. Al parecer, los restos (pues eran eso, desperdigados restos, huesos sueltos) pro cedían del cementerio General del Norte, que hasta principios de siglo ocupaba un rectángulo en esa zona de la ciudad. Ese camposanto, clausurado en 1884, no fue del todo abandonado hasta 40 años más tarde, y en él reposó durante algún tiempo el escritor Mariano José de Larra, suicidado a los 27 años en 1837, su famoso tiro en la sien ante el espejo, víctima de las formas, es decir, de la indiferencia de una amante. No sé por qué motivo estos restos han sido ahora sacados pacientemente de donde estaban; se los ha echado en contenedores del plástico que no conocieron y se los ha trasladado a un depósito del cementerio de La Almudena. Probablemente ya no sabremos qué será de ellos, perderemos su pista, y los únicos objetos encontrados, unas suelas de zapato infantiles, se habrán despedido definitivamente de quienes pisaron con ellas. Estos días atrás, los curiosos del barrio de Chamberí se asomaban a las zanjas a ver, con una mezcla de curiosidad, aprensión y alivio ("no somos nosotros"), la exhumación de lo que ni siquiera podría llamarse hoy cadáveres: calaveras y tibias y omóplatos esparcidos. Una vieja, sin embargo, lloraba pensando en sus bisabuelos, mientras los empleados de la funeraria excavaban y profundizaban. Tal vez sabía que habían sido enterrados en ese cementerio General del. Norte, tal vez eran unas lágrimas mas generosas y generales, más especulativas, por cuantos solemos llamar "nuestros antepasados".

No veo por qué se los ha movido, dudo que pudieran ser un obstáculo para el aparcamiento que se proyecta. Todas las ciudades del mundo están edificadas sobre sus muertos, que una vez sepultados ya no escandalizan ni molestan a nadie y tal vez -podría pensarse- dejaron este mundo con la vaga idea de que sus cuerpos permanecían en él en lugar conocido y más o menos respetado. Que un ayuntamiento de principios de siglo diera permiso para asfaltar y construir sobre ellos, sin trasladarlos primero, puede parecer algo poco escrupuloso. Yo no creo que lo sea tanto, no hay lugar en la tierra cuyos cimientos no estén mezclados con los restos de mortales. Mucho más desconsiderado me parece que el actual Ayuntamiento los someta ahora a trasiego, cuando ya ningún vivo se acuerda de ellos ni puede reconocerlos; que los exhume y arroje y exponga al aire cuando ya no les que4a siquiera la apariencia. de la forma humana; cuando al verlos salir de sus calladas profundidades los llora tan sólo una vieja que quizá se está llorando ya a sí misma, su venidera muerte.

Este hallazgo y esta intrusión de los vivos en la quietud de los muertos me ha hecho acordar del médico y escritor londinense sir Thomas Browne, algunas de cuyas obras yo traduje hace años y a quien el descubrimiento de unas urnas funerarias romanas cerca de Norfolk en el siglo XVII suscitaron las siguientes palabras: "¿Quién conoce el destino de sus huesos, o cuántas veces habrá de ser enterrado? ¿Quién posee el oráculo de sus cenizas, o sabe hasta dónde habrán de esparcirse? No hay antídoto contra el opio del tiempo. (...) Son éstos cántaros tristes y sepulcrales, que no encierran voces regocijadas; que expresan calladamente la mortalidad antigua, las ruinas de olvidados tiempos. (...) Pero al ver que estas urnas surgían como habían yacido, casi en silencio, no estábamos dispuestos a que murieran de nuevo sin dedicarles alguna palabra, y a que así fueran enterradas dos veces entre nosotros".

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