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Tribuna
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Un placer renovado

El Museo del Prado ha acometido una revolución para, por así decirlo, volver a lo mejor de su ser, de su identidad, de su historia..., y ha sido, además, una revolución incruenta: ha vuelto a emplazar en su bellísima galería central, que recorre de norte a sur toda la planta noble del museo, una excelente selección de la escuela española.Como la mayor parte de los visitantes del Prado recordarán, así había estado casi siempre instalada su colección, hasta que, hace un poco más de dos años y no sin que previamente se hubiera desmontado una y otra vez a causa de haber ubicado. allí las muestras temporales de Murillo, Ribera o Valdés Leal, se tomó la decisión de colocar en este espacio privilegiado un panorama antológico del arte europeo de los siglos XVII y XVIII, experimento más que discutible, pero, sobre todo, por haberse prolongado demasiado.

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En todo caso, esta feliz e imprescindible iniciativa restauradora no se ha limitado a repetir la colocación tradicional, sino que se ha aventurado a acometer algunos cambios interesantes, algunos de cuyos resultados son francamente brillantes. Desde mi punto de vista, entre estos últimos, hay que resaltar la presencia del recoleto Zurbarán en la sala vestibular de acceso a la galería, una zona de intimidad que enlaza la magnificente rotonda del acceso norte y la luminosa grandiosidad de la bóveda central.

Sorpresa turbadora

También ha sido una idea afor tunada haber instalado Las lanzas, de Velázquez, en el eje perpendicular que encara, por un lado, Las meninas, y, por otro, se perfila frente a La familia de Carlos V, de Goya, la deslumbrante obra que imperiosamente nos re clama desde el fondo. Pero la sorpresa más estimulante y turbadora es ese tramo final donde dialogan conjuntamente con soberbio acorde Murillo y, precisamente, Goya, éste con obras todavía dieciochescas, pero ya magistrales.

El resto de los cambios en cascada no deja de tener enjundia. Piénsese, por ejemplo, en la presencia, en el primer cuerpo de la galería, de Ribalta, Ribera, Pereda, Mamo, o la muy hermosa sala de pintura española de la se gunda mitad del siglo XVII, frontera con el segundo cuerpo de la galería central, donde res plandecen los Claudio Coello y los Carreño, dominados por la emocionante pared de fondo con tres soberbios Alonso Cano. En fin, que de estos cambios destaados se derivan otros, porque o se despliega un museo sin relegarse, cambios que no es posible comentar aquí, salvo el acertado paso habilitado hacia Groya con los Giaquinto y Tiépolo, pleno de elegancia cálida. Sea como sea, la lección es clara: visitar a partir de ahora el Museo del Prado se ha convertido en un placer renovado, incluso sabiéndoselo de memoria.

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