México: la transicion que hace falta
La catarata de acontecimientos imprevistos en el año 1994 -año terrible, para parafrasear a Victor Hugo- confirmó la tesis, igualmente alarmante, de Miguel Basáñez: desde 1968, no hay final de sexenio feliz.Díaz Ordaz -las secuelas de Tlatelolco-, Echeverría -secuestros, guerrillas, devaluación, el evitable y mal manejado caso Excélsior-, López Portillo -deuda, frivolidad- y De la Madrid -la persistencia de la crisis económica, los desprendimientos priístas, las elecciones cuestionadas- confirmaron la regla.
Carlos Salinas de Gortari parecía la excepción: todo le había salido bien. El 1 de enero de 1994, la rebelión chiapaneca inició una reacción en cadena de hechos sorpresivos: asesinatos políticos de una magnitud desconocida en México desde la muerte de Álvaro Obregón, en 1928, secuestros, asociaciones delictivas, simbiosis de narcotráfico y política, corrupción e incompetencia judiciales, complicidades, personalismos fallidos, vacíos de seguridad.
Que a pesar de ello el país pudiese celebrar elecciones pacíficas, creíbles aunque imperfectas, con mayor independencia que antes de los organismos electorales, con consejeros ciudadanos ejemplares, numerosos observadores imparciales (no tantos ni de tanta calidad como era de esperar), y sobre todo con una participación ciudadana masiva, se debe sobre todo a la acción decidida y multifacética de la, sociedad civil y sus agrupaciones, de la Alianza, Cívica al Grupo San Angel. Se debió también a la voluntad, tardía pero bienvenida, del presidente Salinas.
Sin embargo, no debe haber triunfalismo alguno. Cada mejora política alcanzada viene acompañada de un defecto persistente. La mayoría de los avances logrados fueron resultado de negociaciones políticas urgidas por hechos imprevistos como la rebelión en Chiapas o el asesinato de Colosio, no de una auténtica reforma electoral. Esta sigue pendiente. Los acuerdos entre partidos, los Veinte Compromisos para la Democracia, la palabra de los candidatos en la pasarela de San Ángel, no constituyen ley.
Las elecciones del 21 de agosto pudieron ser tan nulificables como alega Cuauhtémoc Cárdenas, supongo que con pruebas; tan viciadas en su raíz misma o tan inequitativas como las señala Santiago Creel Miranda, estrella ascendente de una nueva política democrática basada en la buena fe, la decencia y la ley.
Escribo estas líneas antes de la calificación final de la cada vez más disputada jornada electoral del 21 de agosto. De esa disputa, me quedo con los argumentos que la señalan, al fin y al cabo, como una elección inequitativa. Santiago Creel tiene razón: se lograron avances, pero éstos fueron producto de "acuerdos políticos informales, tomados en condiciones de emergencia", que no lograron, sin embargo, sanear unos comicios que no fueron equitativos y en los cuales "persistieron las irregularidades".
Estas son razones poderosas, esgrimidas por Creel, para plantear la urgencia de una nueva reforma electoral que consolide los avances logrados y no dé lugar nunca más a las persistentes disputas poselectorales que llevan agua a muchos molinos políticos, pero que, sobre todo, dejan abierto un espacio de incertidumbre, aventurerismo, ambición y, como lo comprueba el asesinato de Ruiz Massieu pero también el de varios centenares de militantes peredistas, del crimen.
Santiago Creel hace ver que el proceso electoral requiere de amplias mejorías, pues "el expediente de este tema aún no se cierra, y en tanto no se cierre va a ser muy difícil procesarlo y obtener los consensos necesarios para llevar a cabo una reforma política de fóndo". En ausencia de consensos traducidos a ley, tendremos una secuela interminable de conflictos poselectorales que sólo benefician a los reaccionarios de todos los partidos, conducen a dirimir los conflictos mediante la venganza y el crimen y crean vacíos políticos que nunca permanecen vacíos por largo tiempo: los llenan los dinos y los narcos, los intereses económicos y la fuerza armada, no la democracia.
El nuevo presidente, en estas circunstancias, debe proponer un Gobierno tan amplio como el programa democrático de la nación entera. Los grupos cada vez más reducidos que han gobernado al país durante los últimos doce años han asegurado, quizá, eficiencias relativas y aun éxitos macroeconómicos. El precio político ha sido enorme. Múltiples voces, tendencias, aportaciones que pudieron evitar los descalabros, fueron satanizadas por los sacerdotes de la pura eficiencia macroeconómica, los chicos del pizarón: la tecnocracia de la cual emerge el propio, y virtual, presidente electo, Ernesto Zedillo.
El beneficio de la duda
México es un país generoso y jamás le ha negado a un presidente entrante el beneficio de la duda. Un ejemplo socorrido es el de Manuel Avila Camacho. En 1940, el general teziutleco llegó a la presidencia vulnerado por unas elecciones sospechosas y una personalidad desdibujada. Sucedía a uno de los jefes de Estado más fuertes (y acaso el único dotado de verdadera grandeza en lo que va de siglo): Lázaro Cárdenas. Ávila Camacho suplió estas debilidades con un Gabinete de una amplitud tan representativa como eficaz. De la derecha abelardista (Francisco Xavier Gaxiola) a la izquierda agrarista (Javier Rojo Gómez); un gran técnico de las finanzas públicas (Eduardo Suárez), un técnico insuperable de la negociación política (Miguel Alemán) y un gran profesionista de la asistencia pública (Gustavo Baz). Un antiguo procurador callista (Ezequiel Padilla), un veterano militar obregonista (Pablo Macías) y un íntimo colaborador cardenista (Ignacio García Téllez). El izquierdista Isidro Candía, el centrista Marte R. Gómez, el derechista Víctor Fernández Manero y un educador emérito: Jaime Torres Bodet.
Emesto Zedillo no tiene por qué formar un Gabinete con cuotas partidistas, pero sí puede formar un Gobierno en el que el mérito y la representatividad le hagan sentir al país que su pluralidad se encuentra presente y sus negocios serán atendidos con seriedad, profesionalismo y patriotismo. La democracia mexicana vendrá desde abajo y la definirán, diariamente, los municipios , las organizaciones de la sociedad civil, el sector social destinado a ser el fiel de la balanza entre los sectores público y privado en tren de redefinición. Toda una agenda, asimismo, está por definirse estableciendo prioridades nacionales inaplazables. La composición del nuevo Gobierno "hablara volúmenes" sobre su capacidad para cooperar en la gran tarea de la nación; o para obstaculizarla, con resultados, en este caso, fatales para la nación y para el Gobierno.
Ningún nuevo Gobierno llega sin compromisos al poder. Es mejor asumirlos conscientemente que sufrirlos ciegamente. Pretender, como en el cuento de Augusto Monterroso, que los dinosaurios son un sueño, asegura que, al despertar, sigan allí. El feroz patrimonialista de los "emisarios del pasado" debe ser explícitamente neutralizado: su tiempo ya pasó, son un obstáculo para el desarrollo nacional. En cambio, los reformadores priístas -los heredereros de Colosio y Ruiz Massieu- deben ser alentados.
Pero aun estas buenas orientaciones internas deben extemarse mediante la gran negociación pendiente, el pacto entre todas las fuerzas políticas, La Moncloa mexicana, la agenda y las prioridades que pueden identificamos a todos sin que nadie pierda principios, autonomía o perfil. Hay una transición poselectoral porque la elección no pudo -ni debió- agotar la agenda pendiente, el acuerdo posible a pesar de que no hubo alternancia en el poder -o quizá, debido a ello-.
No hace falta quebrar el esquema estructural de la reforma económica de Carlos Salinas para acordar, también, una política deliberada para reducir desigualdades, crear las infraestructuras necesarias para acelerar el crecimiento y aumentar el empleo -obras públicas, educación, salud, vivienda-, incrementar el ahorro, reducir las tasas de interés interno, liberar las fuerzas de la organización social y ampliar el acceso ala información.
Salgamos para siempre del parque jurásico. No nos esperan los Campos Elíseos, pero tampoco la llanura de sombras. Nos espera, ni más ni menos, la comunidad, la ciudad, la polis que es ágora política y acrópolis cultural: un país mejor, más vivible, más preparado para ingresar a un siglo nuevo, a un nuevo milenio.
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