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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra palestina

NADIE IGNORABA que la tragedia tenía que ocurrir. La propia existencia de una policía palestina, encargada de garantizar la seguridad de Gaza y Jericó en medio de una situación explosiva, caracterizada por un creciente descontento popular con el Gobierno del presidente Arafat y un constante activismo islámico contra objetivos israelíes en la zona, vaticinaba que un día u otro palestinos derramaran sangre palestina.El enfrentamiento entre centenares de manifestantes y agentes en la franja de Gaza, que ha causado la muerte de 14 civiles y un miembro de las fuerzas de seguridad, ha sido más fruto del descontrol de una situación que una provocación integrista o un deliberado intento policial de imponer brutalmente el orden. La inexperiencia de los agentes en el manejo de masas ha tenido, probablemente, mucho que ver con la sangre derramada. Pero lo que hace especialmente grave lo que algunos ven ya como el anuncio de una guerra civil palestina son el momento y las circunstancias que rodean la matanza.

El primer ministro israelí, Isaac Rabin, no ha cesado de reclamar en los últimos tiempos a Arafat una acción contundente contra los terroristas del movimiento islámico Hamás e, inevitablemente, quien quiera verá en la matanza una prueba más de la sumisión o de la debilidad del líder palestino ante sus amos israelíes. En ese mismo contexto, Tel Aviv exige, comprensiblemente, que se eliminen de la Carta Palestina aquellas proclamaciones que plantean, a más de un año de la firma de la paz, la destrucción del Estado de Israel. Arafat, obligado a jugar cada vez peores cartas ante una fronda en la dirección de la OLP, gana -o pierde- tiempo afirmando que carece de una mayoría en el Consejo Palestino para forzar esa enmienda de la Constitución nacional.

La realidad es que el ex jefe guerrillero se debilita porque los beneficios de la autonomía, en parte por su deficiente gestión y también porque los fondos internacionales tardan en llegar, no se han filtrado hasta el ciudadano. Al mismo tiempo, la ceguera de Israel, que retrasa el permiso para celebrar elecciones en los territorios ocupados, pone al presidente palestino en una de las peores situaciones que ha conocido en su azarosa vida de artista d el alambre político.

A sólo unos días del previsto comienzo -el 1 de diciembre- de las conversaciones para la eventual extensión de algún grado de autonomía al resto de Cisjordania, las perspectivas de progreso en la paz israelo-palestina no pueden ser peores. Rabin ya tiene lo que quería: la prueba de que patriota palestino es capaz de matar palestino patriota. Pero se equivocaría quien creyera que eso es una buena noticia. Esperar el fracaso de la autonomía, tentación evidente no ya en la derecha israelí, sino en algún sector del laborismo en el poder, es de un maquiavelismo groseramente erróneo. Porque si esta paz fracasa no queda otro recurso que el de la reanudación de una intifada mucho más atroz, mucho más estéril; la del triunfo del odio sin barreras.

En esa misma línea del que juega con fuego, -y hay partidarios de la piromanía en ambas partes- figuran los que ven en la descomposición de la figura de Arafat, un triunfo para el rey Hussein de Jordania. Tras la reciente firma de la paz con Israel, el soberano de Amman es percibido. por muchos en el Estado sionista como la mejor solución de recambio ante un fracaso de la OLP al frente de una entidad nacional palestina. Jordania podría entenderse entonces como una garantía militar para Israel de que esa formación política, aun llegando un día a existir, no constituyera jamás una amenaza para Tel Aviv.

Error sobre error. Nada que no sea la asunción por el pueblo palestino de sus destinos en plena libertad y democracia pondrá fin a la tragedia de Oriente Próximo. Y Arafat y la OLP siguen siendo hoy la única carta verosímil, por más que llena de flaquezas e inconsistencias, para hacer de ello una realidad.

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