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El intelectual presidente

Conocí a Fernando Henrique Cardoso en 1968, en París, donde ambos enseñábamos sociología en el campus de Nanterre, yo en mi primer puesto universitario, él como intelectual ya reconocido. Compartimos la gran aventura del movimiento de Mayo del 68, y cuando me expulsaron de Francia por subversivo, Cardoso me acogió en su casa de Sáo Paulo y me propuso quedarme en Brasil, país del futuro, puesto que de España ya estaba exiliado por similares razones. Pero antes de que pudiéramos hacer muchos proyectos, cayó sobre Brasil una nueva oleada represiva y lo expulsaron a él de la Universidad. Desde entonces, nuestras vidas se han ido cruzando, en un continuo diálogo intelectual, personal y político, del Chile de Allende a los seminarios de Berkeley, hasta el Moscú de Yeltsin, donde estuvimos juntos asesorando a Gaidar con sabios consejos que nunca siguió, y así le fue. También en España, en donde Cardoso fue contrastando asiduamente la transición política entre su país y el nuestro.A lo largo de ese itinerario compartido por más de un cuarto de siglo he. visto a Cardoso mantenerse en una postura clásica, hoy al parecer pasada de moda: la del intelectual comprometido con la política en aras a un proyecto de cambio social. Porque Cardoso es un gran intelectual. Para quienes no conozcan nuestro oficio les diré que es quizá el más importante sociólogo latinoamericano de los últimos 50 años y uno de los más influyentes del mundo. Él fue quien formuló, desde 1967, la teoría de la dependencia, punto de referencia obligado de todas las discusiones sobre desarrollo y sociedad en América Latina y en la nueva economía mundial. Pero fue al mismo tiempo, inequívocamente, un hombre cotidianamente comprometido con la lucha política de su país (la única forma de hacer política real), aun desde su distancia intelectual aristocrática. Pudo haber aceptado una cátedra en París, en Berkeley, en Yale o en Stanford y escribir desde un exilio dorado. Pero se quedó en Sáo Paulo, fundó un centro privado de investigación y capeó, bien que mal, el temporal de la dictadura, manteniéndose al pie del cañón. En cuanto hubo resquicio democrático, formó parte de la coalición democrática de oposición al régimen militar y fue candidato electoral, a veces con éxito (senador de Sáo Paulo), otras con sonados fracasos (alcaldía de Sáo Paulo). Siempre adaptó sus ideas socialistas, ancladas en una tradición intelectual marxista abierta a todas las corrientes, a la realidad de su país y a la política posible. Sus variaciones de rumbo (últimamente con su partido socialdemócrata) fueron siempre tácticas, no renunciando a los valores básicos de democracia e igualdad social. Sé a ciencia cierta que pudo haber llegado a ministro de Asuntos Exteriores y otros altos cargos mucho antes de 1992, con otros Gobiernos y bajo otras circunstancias. Pero esperó el momento en que su proyecto político y sus ideas de transformación gradual de Brasil pudieran tener una posibilidad de combinarse de forma realista.

No le va a ser fácil al intelectual confrontar el momento de la verdad para el que se ha preparado toda su vida. Brasil es un país con grandes posibilidades, pero también con enormes problemas. Es la octava economía de mercado del mundo (en paridad con España) y dispone de una sólida base industrial y tecnológica, la mayor y más avanzada de América Latina. Si Brasil despega, su potencia arrastrará al conjunto del continente latinoamericano. Pero Brasil es también el país. con mayor desigualdad de América Latina y uno de los más socialmente injustos del mundo. Además, por el hecho de disponer de una de las principales reservas forestales y biológicas del planeta, el desarrollo brasileño tiene que proceder con mucha más cautela de lo que lo hicimos los europeos si no se quiere precipitar el desastre ecológico global. Cardoso es consciente de todo ello, siendo quizá el presidente más informado que haya gobernado un país en rnuchos años. Pero, obviamente, la conciencia y las buenas intenciones no bastan en un mundo en plena transformación y dominado por las nuevas tecnologías y los flujos financieros. Por ello su política se dirige, a la vez, a obtener una inversión extranjera productiva que dinamice Brasil y a evitar el fenómeno masivo de exclusión social.

En el libro que copublicamos el año pasado sobre la nueva economía global, Cardoso se refiere a la irrelevancia de buena parte de la población mundial, como consecuencia del dinamismo excluyente del actual modelo de desarrollo, y a la necesidad de detener ese proceso destructivo de los fundamentos del orden social. Para ello, una vez vencida la hiperinflación (lo que aún está por ver), su política consiste en una redistribución de la riqueza por medios no monetarios con programas de expansión masiva de la salud y de la educación a toda la población. Tal programa, por un lado, aumenta el mercado interno (gasto público) y, por otro, eleva la productividad del trabajado brasileño, en ambos casos ofreciendo incentivos a la inversión. El financiamiento de parte del programa requiere la privatización de empresas públicas no rentables y la superación de trabas burocráticas nacionalistas para la inversión extranjera.

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Las paradojas de la historia han hecho que Cardoso, un intelectual de izquierda ayer y hoy, llegue a la presidencia apoyado por el centro y la derecha brasileñas, para cerrar el paso al legendario Lula, un gran dirigente obrero, respetable y respetado por todo el mundo, Cardoso incluido. Pero Cardoso no es, ni será, el prisionero de la derecha. El presidente tiene una gran autonomía en Brasil y además cuenta con apoyos en el Parlamento. Y su programa, moderadamente liberal en lo económico, es claramente socialdemócrata en lo social. La política está llena de sorpresas, algunas dramáticas. Pero lo previsible es un cambio de rumbo prudente, pragmático, eficaz, pero decidido, de Brasil hacia la estabilidad monetaria, un alto ritmo de crecimiento económico y un decidido programa de reforma social. Tal vez, si se deja, con la colaboración de Lula y de los sindicatos.

Más allá de Brasil, la elección de Cardoso tiene un profundo significado para quienes creemos que la relación entre el intelectual y la política no es necesariamente una danza de la muerte. El cinismo político generalizado al que han conducido los fracasos, los abusos y la inadaptación de los partidos democráticos a las nuevas formas de vivir en sociedad y hacer política no pueden borrar lo que ha sido un mecanismo fundamental de transformación de las sociedades a lo largo de la historia. Durante la última década, en Europa y en otros ámbitos, los intelectuales hemos / han oscilado entre la crítica exterior a la pilítica y la sumisión más o menos explícita a los aparatos de partidos y gobiernos. Es lo propio del intelectual (¿pero por qué sólo del intelectual?) mantener una distancia crítica con respecto a la formulación simplista y operativa de la política y la gestión. Pero convertir la distancia en despolitización como norma general, o rechazar a aquel intelectual que cree, con todos sus problemas, en un proyecto político, es separar el pensar y el hacer de una sociedad. Es, en el fondo, vaciar la política de su proyecto y convertir la en pura manipulación de poder. No me cabe duda que ésa es la actitud de buena parte de la clase política de todos los países. Pero aceptarla y retirarse es dejar el terreno a la mezquindad humana y a la mediocridad intelectual. El intelectual que, sin dejar de serlo, llegó a presidente nos recuerda, con su trayectoria de toda una vida, que si bien la historia no tiene un sentido predeterminado, la historia y la política todavía tienen sentido.

Manuel Castells es coautor, con Fernando H. Cardoso, de La nueva economía global en la era de la información (1993).

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