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De conjuras y culturas

Corrió hace unas semanas la especie de que nos enfrentábamos a una malvada conjura que tendía a desestabilizar la democracia y que, en sus últimos episodios, alcanzaría también a la Corona. Una vieja técnica política, que se remonta a los tiempos de Fernando VII y que se consolidó en los de su hija Isabel, habría movido a un grupo de conspiradores a poner en marcha una operación que podría resumirse en un ¡viva el trono, por ahora! y ¡muera, ya, la camarilla que lo deshonra! El objeto de la conjura sería, de momento, la camarilla, o sea, el sistema; luego, una vez liquidada, ya habría tiempo de ocuparse del trono.Se equivocan, sin embargo, quienes piensan que se trata de una conjura. Si lo fuera, sería risible porque, contrariamente a lo que ocurría en el siglo XIX, ahora hay urnas donde se depositan votos de verdad y escasean los generales gallardos, dispuestos a echarse a la calle entre clamores populares. El problema no es de conjura, sino de cultura, de esa cultura que se creía desechada para siempre y que tiene como elemento central la convicción de que la historia puede refundarse en cualquier momento con tal de que un puñado de virtuosos se decida a denunciar la corrupción imperante y convocar al pueblo a una cruzada de regeneración nacional.

Salvapatrias, caudillos, arbitristas, plañideros de la nación en ruinas, demócratas a carta cabal, refundadores de la historia, ¿cuántos han emergido de esa especie desde la ya lejana revolución liberal? Cada generación los ha soportado y cada generación se ha cansado de escuchar el estribillo de la misma canción: el actual régimen político, corrompido hasta el tuétano, no vale, hay que destruirlo porque en su origen unos bandidos traicionaron al pueblo por bastardos intereses personales. Así, en las revoluciones del siglo pasado; así, de nuevo, en la crisis de la Restauración; así, una vez más, en la rebelión contra la República; así, en fin, ahora. Borrar la historia y concebir la política como una empresa de demoliciones para empezar de nuevo: creíamos haber olvidado esa canción cuando se alcanzó el pacto histórico vigente desde el año 1978. Hasta ese momento, la historia política de España era un continuo tejer y destejer debido,. en sus términos más simples, a que cuando la Corona afirmaba su poder, la ciudadanía quedaba pisoteada en sus derechos esenciales y, por el contrario, cuando la ciudadanía salía a la calle, la corona terminaba rodando por los suelos. España es el país que ha exiliado y restaurado a más reyes en toda la historia política contemporánea. Gozamos, a este respecto, del primer lugar entre las naciones.

Desde 1978, sin embargo, una ciudadanía sustancialmente amonárquica aceptó la forma monárquica del Estado porque la Corona, a su vez, reconoció a la nación como único sujeto de soberanía. La monarquía parlamentaria resultó -quién lo diría- la única forma posible de pacificación histórica. La cultura política del pacto, que es siempre aceptación de lo que hay para hacer posible lo que se espera, sustituyó a la cultura de la regeneración, que es siempre negación y rechazo de lo que hay para construir sobre un erial el proyecto de unos iluminados. Partir del suelo en lugar de fabular desde el sueño; pacto frente a refundación, política en vez de cruzada: eso fue lo que conseguimos en aquellos años de la transición. Y esa cultura pactista, a la que debemos nuestra única democracia duradera, es la que ahora pretende echar por la borda una nueva hornada de regeneradores que aduciendo la corrupción como coartada propugnan volver a empezar desde cero. Se presentan como virtuosos a costa de olvidar su propia historia y proponen derrumbarlo todo para edificar de nuevo con materiales acarreados del más puro arbitrismo. No, no es una conjura; es otra vez la cultura populista, esa plaga de la que nos creíamos libres y cuyo azote es siempre la otra cara, la peor, de la corrupción.

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