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Tribuna
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Crueldad y míedo

Javier Marías

Hace unos días, este periódico traía una modesta noticia que sin embargo merece un comentario, o así lo creo. Daba cuenta de la actitud de unos padres de El Escorial que sólo podría calificarse de pusilánime e imbécil, si no fuera además repulsiva y de crueldad extrema. La escueta nota de Vicente G. Ola ya contaba que, provisionalmente y debido a las obras que se están llevando a cabo en una residencia de la población de Arganda, sus 29 ancianos ocupan uno de los dos edificios de un colegio de El Escorial. Al parecer, los niños y los viejos coincidían en el patio durante unos minutos diarios. Los viejos, respetuosos, no se acercaban a los niños, pero algún que otro niño, irrespetuoso, sí se acercaba a algún viejo como Bernardino Bisquera, de 81 años, cuyas amargas palabras re producía la noticia: "Un día se me acercó un niño para jugar a la peonza. Otro día, enseñé a Rubén, de tres años, a jugar a la rayuela. Desde entonces, cuando me ve, me llama abuelo. Es el momento más feliz del día. ¿Qué tenemos los viejos que esta sociedad ya no nos quiere?". La pregunta de don Bemardino viene dictada por la indignada reacción de los padres de los niños, quienes han exigido que los viejos no coincidan nunca con sus hijos en ese patio de 4.000 metros cuadrados. ."No queremos que compartan el patio", han dicho sin sentir bochorno. "Los niños pueden contraer enfermedades. Habría que levantar una valla". Puede que esos padres sean particularmente pusilánimes y crueles, pero me temo que no lo sean en mayor medida que cualesquiera otros padres de cualquier otra población española, y en ese sentido el lamento de don Bernardino no está bien formulado. Habría sido mejor preguntarse qué tiene esta sociedad. Esta sociedad está infantilizada, y por tanto va idolatrando cada vez más a los, representantes genuinos de lo que los adultos intentan ser a toda costa, es decir, a los niños. Hubo un tiempo no demasiado lejano en que los niños eran educados como proyectos de personas, en que la infancia se consideraba una etapa necesariamente transitoria, efimera, durante la cual se administraban cuidados al ser desprotegido, pero también se le iba entrenando para ser adulto y se le iban abriendo los ojos al mundo. Hoy en día, por el contrario, y, dado que la aspiración inconfesa de los ciudadanos más convencionales es ser niños eternamente, instalados en la queja y faltos de responsabilidades (niños ricos, desde luego), a los verdaderos críos se les educa, sólo para que lo sigan siendo, y hay la tendencia a meterlos en una urna como si fueran valiosos objetos, las joyas de la corona. Primero se les privó del contacto cotidiano con los animales, expulsados de las ciudades; hay cada vez más reparos a que traten con adultos por si hay entre ellos algún abusador sexual, y ahora resulta que los viejos son asimismo un peligro para, ellos. No hace falta recordar que también los niños pueden ser un peligro para los niños, como prueban los recientes casos de Liverpool, Chicago y Noruega. Los viejos y los niños se han llevado magníficamente desde que el mundo es mundo, los nietos han adorado a los abuelos tanto como han temido o ignorado a los padres, y gran parte de las enseñanzas menos utilitarias y más nobles de la humanidad han sido transmitidas de viejos a niños, igual que en ese colegio de El Escorial: mientras los profesores y los padres enseñaban las obligaciones, los ancianos enseñaban a jugar a la rayuela, es decir, a ser más civilizados. Pero los viejos son justamente la representación manifiesta de lo que nadie quiere ser y será sin embargo. Me pregunto qué se creen esos padres de El Escorial. ¿Que ellos no van a ser viejos? ¿Que sus niños están por encima de cualquier otro individuo, sea cual sea su edad? ¿Que los viejos son apestados? ¿Qué enfermedad creen que pueden contraer los niños? ¿Acaso la vejez misma? ¿Tanto pánico le tienen que creen que se contagia? ¿Por qué ha de valer más un niño que un viejo? Esos padres creen que el futuro existe y que puede ser más corto o más largo, son ingenuos. Lo sorprendente es que, creyendo en el futuro, piensen que a ellos va a perdonarlos y no va a depararles su propia vejez. Cada uno envejece de sí mismo, por eso conviene ir aprendiendo desde la infancia. La valla que piden esos progenitores para ese patio habría que levantársela a ellos: separarlos de los niños y de los viejos, porque son ellos quienes impiden el aprendizaje de unos y el consuelo de otros, quienes contagian la enfermedad pusilánime e inféctan ese colegio de los males de nuestro tiempo, la crueldad y el miedo.

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