Música celestial
El pasado martes se inauguró la temporada musical en Madrid. El estreno, sorprendentemente, no se ha producido en los escenarios, sino en las taquillas. El anuncio de un concierto dirigido por Zubin Mehta, interpretado por la Fílarmónica de Múnich y con obras de Beethoven y Chaikovsky en el programa, ha revolucionado al mundo musical. Las entradas del Auditorio Nacional, que llegaban a costar 7.000 pesetas, volaron en pocas horas. A las cinco de la tarde no quedaba ni una. Ajenos a lo que ocurre con la música nacional, los melómanos se entregan con pasión al placer de los grandes mitos del género. Todos extranjeros, por supuesto. El ritual acaba de comenzar.Esa misma tarde, en el teatro de la Zarzuela, Luis de Pablo representaba su nueva ópera ante un patio de butacas que solamente registraba media entrada. La obra, aunque es bastante discutible, tiene el valor de la aventura contemporánea. Algo que nunca interesa al público de lujo, capaz de perder la cabeza para dejarse ver un día de la Caballé, e incapaz de arriesgarse en un concierto del que a prior¡ no sabe lo que va a salir. Ni lo que tiene que pensar.
Lo que priva es el espectáculo La pasada semana también empezó el ciclo de Ibermúsica. Allí estaba, mezclada con apasionados melómanos, esa gente bien que desde hace décadas llena nuestros auditorios. Trajes de lujo, bronceados deslumbrantes, joyas, cor batas de Hermés , perfuume de Kalvin Kein y toses (no hay otro país como España para esto de las toses) entre cada movimiento. Una auténtica radiografía social que no tiene nada que ver con el público que este verano llenaba a diario los Proms londinenses, el festival más importante de la temporada, entre el que también cabían novecientas personas con mochilas y pantalones cortos sentadas en el suelo, gastando bromas a las mejores orquestas del mundo, comiendo bocadillos en los intermedios y disfrutando de la buena música. La panorámica del Auditorio en un día grande asombra. La. lista de gente importante que estira el cuello y sonríe en los intermedios de las fechas más señaladas empalidecería a la mismísima reina de Inglaterra.
El público no es, en cualquier caso, el primer problema de la música española. Se le puede achacar esnobismo y falta de sensibilidad, pero en último caso sólo son espectadores. Al otro lado, encima del escenario, hay cuestiones más graves. La más urgente es la Orquesta Nacional de España, protagonista de un larguísimo calvario que la ha borrado del mapa musical internacional. Una sucesión interminable de crisis ha ocultado el brillo de otros tiempos, cuando los años gloriosos de Ataúlfo Argenta.
Ni la mayor parte de los músicos, atrincherados en unos derechos laborales que les han convertido en funcionarios de oro, ni quienes les dirigen parecen darse cuenta de la situación: está bajo mínimos. En pocas palabras: sobra orgullo y faltan ensayos. La Nacional es un conjunto marcado, impropio de un país que presume de ser una potencia, al que nadie de auténtico prestigio contrata, ni quiere dirigir. Los últimos directores, atraídos a golpe de talonario, no han sabido enderezar la situación. La degeneración tocó fondo el viernes pasado: la orquesta se presentó sin director titular y con la programación en manos de un equipo de gestores dependientes del Ministerio. El caldo de cultivo ideal para que las cosas vayan todavía a peor, aunque probablemente a esta ministra, tan amante de los nombres grises y las gestiones colectivas, lo que está pasando le parecerá lo más natural y lo más deseable del mundo.
La España del siglo XXI dedica decenas de miles de millones de pesetas a fabricar auditorios, a reformar coliseos y a reconstruir liceos, pero carece de conjuntos capaces de estar a la, altura de la arquitectura. Las autoridades culturales dejan su obra para la posteridad; lo que pase con el día a día no es cosa suya. Es mucho más fácil gastar que gestionar.
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