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Tribuna:ADIÓS A UNA LEYENDA DE HOLLYWOOD
Tribuna
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El maestro burlón

Si algún actor dispuso alguna vez de siete vidas -incluyendo la vida de esta callada agonía suya de los últimos años-, fue Burt Lancaster, nacido pobre a rabiar en el East Harlem neoyorquino; fugitivo de su destino gracias al circo y la acrobacia; malo importante en algunas de sus primeras películas; irresistible y simpático aventurero en las siguientes; productor de filmes de qualité a continuación; fantástico sheriff Wyatt Earp en Duelo de titanes, de John Sturges; espléndido precedente de Jimmy Swaggart y Paul Robertson en El fuego y la palabra, de Richard Brooks; frecuentador del mejor cine europeo en el último tercio de su carrera; profesional impresionante siempre. Burt Lancaster: si la televisión repusiera ahora mismo sus películas, en un ciclo larguísimo -fue tan prolífico actor como discreto gay y extraordinario acróbata-, la juventud de ahora le seguiría con la boca abierta.Contemplando su cabal creación del héroe de Lampedusa en El gatopardo, de Luchino Visconti, resultaba casi inverosímil que semejante prodigio de empaque y clarividencia hubiera empezado su aventura como compañero de Nick Cravat como pareja circense. Poseía una sonrisa desarmante: la misma que le había valido para debutar como original asesino en Forajidos, de Robert Siodmak, junto a otro animal de cine, Ava Gardner, un filme basado en la narración de Ernest Hemingway, The killers. Eso ocurría en 1946.

De entonces acá, la fuerte personalidad de Lancaster dejó huella, tanto en la taquilla como en el terreno más serio de la experimentación. Con Ben Hecht y James Hill montó una productora que dio frutos tan respetables como Mesas separadas, un drama para anglosajones sin glamour, basado en el éxito teatral de Terence Rattigam, que ofreció un pugilato interpretativo a cargo del propio Lancaster, Deborah,Kerr y Rita Hayworth, y películas en las que no participó como intérprete, pero que dieron al cine norte, americano de los cincuenta -conmovedoramente influenciado por Rossellini y De Sica- títulos que coparon éxitos internacionales, como Marty y La noche de los maridos.

Indudablemente ambicioso, Burt Lancaster igual protagonizaba la convencional Trapecio -soterrada historia de amor masculino en los aires entre Burt y Tony Curtis, mientras Gina Lollobrigida paseaba por la carpa sin enterarse del verdadero argumento-, que se entregaba a una inconfesable pasión por su falsa hermana, Audrey Hepburn, en Los que no perdonan (John Huston), que lidiaba con otra Hepburn, Katharine, en El hacedor de lluvia, o se ponía bronco en La rosa tatuada, de Tennessee Williams, con Anna Magnani, o protagonizaba la más tórrida escena sexual de la época -cortada en España, a la sazón- revolcándose en la playa con Deborah Kerr en De aquí a la eternidad, de Zinnemann.

No le gustaba lo fácil. En Europa, además de El gatopardo hizo Novecento, con Bertolucci, y La piel, de Cavani. Pero su interpretación más conmovedora, ya de mayor, quizás su testamento y todo lo que se puede contar sobre la sabiduría y la pérdida, es Atlantic City, de Louis Malle. Sus ojos clavados en los pechos de Susan Sarandon, chorreantes de zumo de limón, con Casta diva de fondo, valen por varios masters en la vida.

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