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La ciencia y el infierno de Dante

Los científicos no pueden permanecer al margen de las posiciones u opciones que adopte la sociedad; no se puede seguir manteniendo la separación entre la esfera moral y la científica

Hace poco fue noticia destacada el que la Secretaría de Energía de Estados Unidos había hecho público un informe sobre experimentos secretos que se realizaron a finales de los años cuarenta, en los cuales se inyectó plutonio (el mismo elemento del que estaba compuesta la bomba que explotó en Nagasaki) a 18 perso nas, a las que ni siquiera se había informado. Inmediatamente si guierori otras noticias similares.Hasta cierto punto, me extraña la aparente sorpresa y excitación que rodeó a estas informaciones, toda vez que hace ya tiempo que se conocen casos parecidos. En 1949, empleados de la Reserva Nuclear de Hanford liberaron en la atmósfera 27.000 curios de xenón-133 y yodo-131, radiactivos, como parte de un experimento para determinar cómo se disper san las sustancias radiactivas.

Los detalles de este experimento, en el que la contaminación producida fue mil veces mayor que en el escape de la Isla de las Tres Millas (1979), todavía están cla sificados por el Gobierno de Estados Unidos. Los habitantes de la zona afectada no fueron infor mados hasta 1986, cuando un grupo de expertos en medio am biente obtuvieron algunos deta lles del experimento del Departamento de Energía, recurriendo al Acta de Libertad de Informa ción. Conocido también es que en 1950 la Comisión de Energía Atómica efectuó experimentos secretos sobre los efectos para la salud de la ingestión de uranio.

En 1960, el Ejército estadounidense y la CIA suministraron LSI) a personas que no estaban informadas de semejante acción, para estudiar los efectos- de la droga. Esas mismas Fuerzas Armadas realizaron experimentos relacionados con la guerra biológica distribuyendo bacterias en el metro de Nueva York y en áreas pobladas de los alrededores de San Francisco.

No se piense, sin embargo, que el peligro se encuentra únicamente en el ámbito militar. En el famoso experimento sobre la sífilis de Tuskegee se dejó sin tratanúento, en algunos casos hasta durante 40 años (1932-1972), a 400 personas de color de Alabama que sufrían de sífilis avanzada, para que el Servicio de Salud Pública pudiese estudiar la evolución de la enfermedad. La experiencia se detuvo en 1972, cuando un periodista desveló la historia. También están los experimentos de Willowbrook, en donde deliberadamente se infectó con hepatitis a niños retrasados para probar los efectos de una vacuna.

No es mi propósito, sin embargo, pasar revista a una cámara de horrores científicos. Lo que me interesa destacar es que en la gran mayoría de los casos no fueron los científicos quienes desvelaron lo que había ocurrido, sino la sociedad civil, con la prensa a la cabeza. Éste es un hecho notable, que sugiere numerosas preguntas. Por ejemplo, ¿no será pedir demasiado a los científicos el que también se ocupen de las consecuencias del conocimiento que contribuyen a crear y del que, no hay que olvidarlo, tantos beneficios ha obtenido y obtiene la humanidad?

En el variopinto universo de la ciencia contemporáneá' y a pesar de que se puedan identificar corrientes contrarias, una filosofia se ha significado especialmente (finnes defensores suyos fueron científicos como Einstein, Planck o Heisenberg): la de que uno de los principales atractivos de la ciencia es el de que constituye, como ha señalado recientemente Paul Forman, una huida de la vida diaria con su penosa crudeza y desoladora vaciedad; una huida de un mundo que nos impone constantemente la penosa obligación de elecciones morales y asunción de responsabilidades; una huida hacia un mundo donde reina lo objetivo; una evasión, en definitiva, hacia la trascendencia. En Los Álamos, en pleno desarrollo del Proyecto Manhattan, el gran matemático John von Neumann aconsejó a Richard Feyriman, uno de los grandes genios de la fisica posterior a la Segunda Guerra Mundial, que "no tenía por qué sentirse responsable del mundo en el que vivía". Y el entonces joven físico siguió aquel consejo, desarrollando, como explicó en su autobiografía, "un poderoso sentido de irresponsabilidad social, que hizo de mí una persona muy feliz desde entonces". Fueron, sobre todo, los fisicos que crearon y desarrollaron la mecánica cuántica los que vivieron en la idea de que existen, o que es posibley deseable establecer, fronteras definidas entre las esferas políticas, morales y científicas.

Es esta una visión que, a pesar de todo lo que ha sucedido en nuestro siglo, no ha desaparecido en modo alguno. Argumentar que la ciencia debería responder a los problemas prácticos de las necesidades y sufrimientos humanos, que los científicos no pueden -por mucho que admiremos su obra- permanecer al margen de las posiciones u opciones que adopte la sociedad, es una actitud en la que muchos ven, y con justificación, un gran peligro: la experiencia de Galileo ante la Inquisición, la ciencia racial nazi, los abusos de Lysenko, o los persistentes esfuerzos para subordinar la ciencia a las necesidades industriales y militares inducen a pensar que el ideal de la ciencia para SU propio beneficio, cultivada por sí misma, constituye una conquista irrenunciable. Ahora bien, incluso este ideal de ciencia puede convertirse en un peligro si, ante los sufrimientos humanos, es utilizada para huir de la acción crítica y prudente. Dante, deberíamos recordar, reservó el lugar más caliente del infierno para aquellos que permanecen neutrales en tiempos de crisis. Y el mundo en el que vivimos se encuentra, desde diversos -y por desgracia numerosos- puntos de vista en crisis. En este sentido, es importante reconocer que la ciencia es un producto de la sociedad y que debe dar cuentas a esa misma sociedad.Aceptar cortapisas es algo que siempre se hace con dificultad. Como ha señalado Giovanni Sartori (La democracia después del comunismo), nuestras sociedades se están convirtiendo en "sociedades de expectativas de derechos", en las cuales los ciudadanos se sienten titulares de débitos, de cosas que se esperan. El científico -que tiene, además, conciencia clara del valor de su actividad- no es ajeno a tal filosofía; con frecuencia -¿prácticamente siempre?- equipara la ciencia, su avance, a un derecho formal, absoluto, incondicional. Y, así, su actitud ante, por ejemplo, la participación en proyectos de lo que se ha venido en denominar "gran ciencia" corre el riesgo de verse deformada. Los derechos materiales -y la práctica de la actividad científica debería encuadrarse en tal categoría- están a la fuerza condicionados por las disponibilidades materiales; no son absolutos, por mucho que una com unidad (la de los científicos, en este caso) de expectativas los perciban y reclamen como tales.

¿Es un fin en sí mismo, por ejemplo, el intentar comprender el origen del universo y dedicar a ello recursos financieros extraordinarios? Lo dudo. Sé que empresas como éstas constituyen, sin duda, una de las más nobles y adn*ables aspiraciones de los seres humanos, pero no puedo aceptar que sean más importantes, o, al menos, más urgentes, que el eliminar la miseria, el hambre, la enfermedad, la ignorancia, y, sobre todo, que el tomar medidas para asegurar -hasta donde sea posible- el futuro de nuestros descendientes, en este pequeño, tal vez insignificante, pero nuestro, al fin y al cabo, planeta verde. Y tampoco puedo aceptar los a menudo utilizados (por los fisicos de altas energías en particular) argumentos de que la ciencia cultivada por sí misma termina produciendo tecnología benéfica para la humanidad. No'ignoro que así. ha ocurrido muchas veces, aunque no siempre (suele suceder -recuérdese- que el beneficio ha surgido directamente de la técnica, no de la ciencia). Y, en cualquier caso, ¿se le ha ocurrido pensar a alguien que uno de nuestros problemas puede ser no el descubrir más, sino él asimilar y aprovechar mejor lo que ya hemos descubierto?; ¿que también debemos intentar comprender y controlar -no, desde luego, detener- los ritmos y categorías del avance científico? Como ha señalado recientemente un conocido fisico, Silvan Schweber, necesitamos conceptualizar de nuevo nuestras ideas sobre lo que es el crecimiento del conocimiento científico, y en esa reconstrucción debemos aceptar que no se puede seguir manteniendo la separación existente todavía entre la esfera moral y la científica.

es profesor titular de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid.

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