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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Moscú a la hora de Washington

LA ÚLTIMA cumbre entre los mandatarios de los dos grandes poderes militares de la Tierra, Estados Unidos y Rusia, ha revestido características muy particulares, totalmente inéditas en este tipo de representaciones, y es consecuencia de la nueva configuración de las relaciones internacionales, tras la desaparición de la Unión Soviética.El encuentro entre el presidente norteamericano, Bill Clinton, y el ruso, Borís Yeltsin, ha tenido algunos elementos peculiares, muy relacionados con la personalidad del dirigente eslavo, que además de aportar una nota de color a lo discutido, resultan sumamente explicativos de la nueva relación entre Washington y Moscú. Para el presidente ruso la visita a la Casa Blanca no era sólo una nueva oportunidad de presentarse ante la opinión publica mundial y, aún más importante, a la rusa, como un líder plenamente aceptado por todos, sino también el escenario ideal para transmitir la idea de que todavía existe una cierta paridad de fuerza e intereses entre las dos superpotencias militares. Esto lo dejó claro en una conferencia de prensa, con una larga relación de las cuestiones internacionales en las que ambos mandatarios se hallaban básicamente de acuerdo. Otra cosa es que Yeltsin haya logrado plenamente su objetivo con una demostración tan forzada.

Más allá de esa voluntad de pregonar puntos de vista comunes, ha habido alguna diferencia y alguna compensación. Washington acepta, aunque sin gran entusiasmo, que Rusia haga de policía internacional en los lindes de su antiguo imperio, las repúblicas hoy independientes, antaño soviéticas, y Moscú se compromete a consultar con la Casa Blanca antes de lanzarse a nuevas aventuras. De igual forma, Rusia subraya que no admitirá una acción declaradamente antiserbia, como entendería que es el levantamiento del embargo militar al Gobierno bosnio, de mayoría musulmana. Como éstos han renunciado recientemente a ello, la advertencia no pasa, sin embargo, de ser un brindis al sol. Finalmente, Rusia se compromete a no armar a Irán, con lo que sí hace una verdadera concesión a Estados Unidos.

Pero vaya todo ello a cambio de que Washington no levante demasiado la voz mientras Moscú procura ir recuperando posiciones en aquella periferia, que en ruso se conoce hoy como el extranjero cercano. Ya lo ha estado haciendo con éxito y métodos muy preocupantes en varias repúblicas ex soviéticas. Pero es evidente que Washington considera que, exceptuando a las naciones bálticas, los actuales dirigentes de las repúblicas ex soviéticas afectadas no tienen mejores credenciales que Yeltsin para garantizar el orden o al menos impedir conflictos armados interétnicos. La defensa de la recién adquirida soberanía de las repúblicas del Cáucaso y del Asia central no está entre las prioridades de la agenda de Clinton.

La relación de horizontalidad más o menos verosímil que se había establecido entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante casi medio siglo la vemos hoy reemplazada por una necesidad rusa de obtener ayuda material, inversiones, créditos de sus antiguos enemigos. Yeltsin ha ido a Washington a pedir y a ganar imagen, mucho más que a negociar de igual a igual. Clinton, por su parte, ha hecho ya una cierta inversión política en la capacidad de duración de Yeltsin, de tanto que lo ha cubierto de elogios y vertido declaraciones positivas sobre el curso de la democracia en el país eslavo. No todo el mundo está seguro de que la apuesta sea muy acertada.

La inversión norteamericana, mucho más cauta, se mueve con escasa premura hacia el mercado ruso, en lo que constituye un escéptico comentario sobre la estabilidad del país, sobre sus inmediatas posibilidades como lugar de negocio, y, en definitiva, sobre la resistencia a la acción desgastadora del poder del propio Yeltsin. Esta cumbre, más de sombras chinescas que de sustancia, pasará, sin embargo, a la historia como la primera en la que hemos visto la envergadura real de sus interlocutores.

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