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Crítica:TEATRO: 'LOS BELLOS DURMIENTES'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Esto sí es una crítica

El verbo ser y el haber; sus formas es y hay dan larga y única forma sintáctica a la pieza de Antonio Gala Los bellos durmientes. "El amor es...", "la vida es...", "el sexo es...", y así sucesivamente. Dada las diversas cosas que pueden ser los elementos favoritos del autor, "hay que...". También aparecen las formas negativas, "no hay que..." o "no es...". Larga definición, larga orden categórica. Generalmente, estas retahílas se centran en un personaje, Marcos (Eusebio Poncela), que podría ser el trasunto del propio autor, como es costumbre en el género benaventino y en el de sus epígonos rutinarios: no salimos de ello en el teatro comercial. Benavente era, sin embargo, más teatral, algo más maligno; usaba mejor la dramaturgia y escribía buen castellano, probablemente porque en su tiempo el idioma estaba mejor asentado.Lo que pasa en estas comedias de articulista moral y didáctico es que la acción sufre, y el texto pesa de un solo lado: el del "listo", el "sabio", el autor. Hay a veces una conciencia crítica en los otros -hay autores que son críticos fracasados: han tenido que dedicarse al teatro- que hace sublevarse a los personajes desprovistos de verbo; marionetas, secos fantoches. La palabra "retahíla" se la dice uno de ellos al charlatán; y le reprochan que no para de hablar, y cosas por el estilo. Él sigue, impertérrito, haciendo su crítica. En este caso, la de la modernidad: tiene una conciencia de lo eterno que le hace despreciar las modas. Para lo cual ha de reducir al ridículo a los personajes jóvenes: son una caricatura. La chica y el chico se acuestan con higiene y prisa, tienen una casa llena de aparatos -un robot doméstico, por ejemplo-, hablan en lenguaje tecnocrático sobre temas económicos, y cambian sus ropas de ejecutivos por harapos de alta moda para irse a tomar una copa. Con un pretexto inmundo -desde el punto de vista literario- aparece el personaje maestro, medio oriental, con una cítara: se precipita sobre sus pequeños saltamontes y les enseña que están perdiendo su vida. Incluso su sexo: porque, existiendo la bisexualidad, han de excluir del goce a la mitad de la humanidad. Todo es amor. Y hay que volver al mundo anterior: calma, morosidad, caricias: las dedica a uno y a otra.

Los bellos durmientes

Autor: Antonio Gala. Intérpretes: Amparo Larrañaga, Eusebio Poncela, Carlos Lozano, María Luisa Merlo. Escenografía: Andrea D'Odorico. Música original: Víctor Mariñas. Dirección: Miguel Narros. Con la colaboración del INAEM y la Comunidad de Madrid. Teatro Marquina, 21 de septiembre.

La obra pertenece a dos contextos: el del personaje que viene de un cierto pasado, que aparece de fuera para cambiar la vida (en la dramaturgia de antes solía ser un ángel, o el mismo Jesucristo: a veces san Valentín, o Papá Noel); y la de que ese cambio se produzca en el sentido de la etapa anterior. No quiero apurar contenidos políticos, que seguramente no. están en la mente de este Gala; ni siquiera él mismo debe advertir lo perceptible para los demás de cómo se injerta el oportunismo de su obra en todo el ambiente de regresión que hay en estos tiempos.

Así pasa un largo acto: sermones y aforismos. Una primera parte del segundo acto pertenece al género gracioso de "se acuestan o no se acuestan"; y, de pronto, hay una irrupción dramática: el padre de la chica tan tonta se ha pegado un tiro. Uno de esos tiros que suele haber en Italia, y alguna vez aquí: se enredó en sus finanzas y en sus pagarés. Parece que va a pasar algo, por fin, pero, es curioso, el coup de théâtre se queda en eso, y en el acto vuelven los verbos ser y haber a dominar la escena, a organizar al espectador. El muerto al hoyo, el vivo al bollo; enlutadas como calamares, la madre y la hija van a continuar sus vidas. Han aprendido mucho del sabio venido de no se sabe dónde. Que se queda con la chica; mientras el novio de ella se va con la madre, que recuerda el refrán: "En la duda, viuda".

La inmovilidad del texto, la inacción, se cubren con la atención de Miguel Narros, que dirige y añade movimientos, que moviliza al cuarteto de actores para su buen trabajo: sobre todo, el de Eusebio Poncela, con su largo discurso, su articulismo de prensa del corazón, su monologuismo de quien no escucha.

Da gusto ver un teatro lleno, un letrero de "No hay localidades" en la taquilla. Esto sucedía el sábado por la tarde: y en ese público gustaba ver, también, muchos jóvenes. Pequeños saltamontes, bien vestidos de tarde, quizá aburridos: la languidez de los aplausos de unos y otros parecía indicar, para quien está acostumbrado a calibrarlos, una gran dosis de cansancio, pero también un respeto por un autor favorito que a la burguesía apacible le parecerá aquí, quizá, demasiado denso; y estos aplausos eran también un buen premio a los sufridos actores. Las cortinas se abrieron tres o cuatro veces, muy bien movidas por el regidor para prolongar los aplausos y su recogida.

* Esta crítica no se publicó en su momento por los incidentes ya conocidos. La dirección del periódico ha considerado que, pese a ellos, no había que privar al lector del comentarío crítico acostumbrado. La referencia es la de la representación del 24 de septiembre.

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