Entre la alquimia y la pasión
Aunque de manera desigual -todas las piezas proceden de colecciones europeas, cuando una parte significativa de la obra de Barceló se halla en los Estados Unidos-, las obras reunidas por el comisario de la exposición inaugurada ayer en la Whitechapel Art Gallery de Londres, Enrique Juncosa, ofrecen por primera vez una visión de conjunto de los principales momentos de la trayectoria de Miquel Barceló en los últimos 10 años: desde piezas tan importantes como Sopa marina o L'amour fou, ambas de 1984, hasta una amplia representación de su producción más reciente (con composiciones tan extraordinarias como el El taller de esculturas o un apabullante retrato de Bruno Bischofberger, una obra maestra), pasando por una reducida pero ilustrativa muestra de sus series sobre el Louvre, bibliotecas, paisajes, naturalezas muertas, pinturas blancas, retratos, etcétera.En total, una cincuentena de obras: entre ellas 25 piezas de gran formato, una docena de magníficos papeles de su más reciente estancia en Mali y cinco esculturas en bronce (medio, éste, en el que Barceló no ha conseguido, por ahora, la potencia alcanzada en la pintura). La exposición permite constatar, entre otros muchos aspectos, cómo la bulimia pictórica de Barceló le lleva a canibalizar una y otra vez todos los grandes temas y todos los grandes maestros, y como de cada expedición, de cada sacrificio, siempre regresa y emerge con una producción de una absoluta modernidad.
Barceló demuestra que la mejor manera de ser contemporáneo es tener bien aprendidas las lecciones de la historia, cocinarlas y masticarlas una y otra vez, con todos los medios e ingredientes de que el artista dispone hoy, con rabia y con deseo. En un tiempo de absoluto predominio de la apariencia, de la simulación, ante la obra de Barceló uno no está nunca simplemente ante una imagen, ante una representación.
Las pinturas de Barceló se imponen como otra forma de realidad, en cierto modo más real -más auténtica, más verdadera- que los referentes que las inspiran. Su obsesión por la pintura es también, en este aspecto, una obsesión por la verdad, no por una verdad pura, eterna, etérea, sino por las frágiles verdades de la vida y de la muerte, del cambio, de la creación, de la corrupción.
Es por ello por lo que Barceló puede permitirse el lujo de volver una y otra vez sobre los temas y problemas más clásicos y aparentemente más convencionales -paisajes, bodegones, retratos, luces y sombras, ...- porque sabe muy bien que todo es, simultáneamente, viejo y nuevo. La cuestión, para él, no son los temas, ni los géneros, ni las técnicas.
Los domina todos con una facilidad casi insultante. La cuestión es saber donde está uno, descubrir lo nuevo en lo viejo y lo viejo en lo nuevo. Y a saber qué quiere hacer uno con todo ello.
Para quien abrigase todavía alguna duda sobre el fenómeno Barceló, la exposición londinense despeja todas las incógnitas: hablar de Barceló es hablar de pintura, de gran pintura. Lo demás -el mercado, la especulación, la muerte del arte, el estrellato más mediático-, lo demás es ruido.
Muchos años después de su anunciada muerte, la pintura goza, en manos de Barceló, de una magnífica salud.
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