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Pasteles ferroviarios

Javier Marías

Hace unos días viajé en tren de Madrid a Valencia y de Valencia a Barcelona. Al ir a sacar los billetes en la estación de Atocha y pedir sendas plazas de primera clase para fumador, el empleado me dijo que eso era imposible, ya que sólo había plazas humeantes en segunda (no lo dijo así, pero bueno). Al preguntarle asombrado cómo se justificaba semejante medida, me contestó, según costumbre burocrática, que eran órdenes de la superioridad y él no sabía. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que según la Renfe y su superioridad, esto es, la directora Merce Sala, sólo fuman los pobres? ¿O bien es un castigo a los fumadores, que por serlo deberán ir siempre en segunda, les guste o no? ¿O es que los ricos no fumadores son una casta especial (más ricos) a la que no pueden molestar los otros ricos fumadores, mientras que los pobres no fumadores habrán de aguantar a sus iguales con cigarrillo? ¿O es que se protege hasta por la fuerza la salud de los ricos, pero no la de los pobres? Se mire como se mire, la disposición es de un clasismo repugnante, y seguramente ilegal, mientras no esté prohibido fumar en todos los trenes. Por otra parte, no veo cómo alguien tan incontinente en sus aficiones como la señora Mercé Sala se atreve a restringir las de los demás ciudadanos, y no me refiero sólo a sus famosas conducciones: yo la he visto devorar los pastelillos que tenía en una bandeja, al lado, mientras la entrevistaban en televisión, en un gesto de glotonería pública digno de Peter Ustinov cuando interpretó a Nerón, y contraviniendo la norma de educación universal según la cual no se debe hablar con la boca llena. Cabe añadir que en mi primer trayecto los ceniceros estaban a rebosar, sin que la Renfe se hubiera dignado vaciarlos para el nuevo recorrido, y que en el segundo estaban bloqueados, de tal modo que los pasajeros no tuvieron más remedio que arrojar ceniza y colillas al suelo, una porquería.Poco a poco se va estrechando, también aquí, el cerco en torno a los fumadores. No es cuestión de insistir en lo obvio: cada cual tiene derecho a hacer con su salud lo que quiera y demás. Pero nunca se insistirá bastante en el derecho de todos a intentar arreglarla cuando se estropea, lo cual empieza, si no a negarse, sí a regatearse y discutirse a los fumadores, sobre todo cuando no se les discute ni regatea a tantos otros ciudadanos que asimismo ponen en peligro sus vidas por su propia decisión y gusto. A nadie le parece extraño que cuando se pierden unos montañeros se salga en su busca con helicópteros y demás parafernalia, con enorme gasto. O que se ayude a unos nadadores que se lanzaron al agua en Mallorca con el propósito de alcanzar la Península y batir una marca, o a los imprudentes bañistas que se están ahogando. Y a todo el mundo le parece lógico que se preste auxilio a los accidentados de carretera, cuando, al igual que se espeta a los fumadores, sabían que meterse en un coche para irse de veraneo suponía considerables riesgos. También cuesta dinero rescatarlos de entre los hierros, no digamos curar sus heridas. Nadie ordenó a toda esta gente subirse al monte ni echarse al mar o al río ni marcharse de excursión, como a los fumadores nadie les ordenó fumar. Pero es que además hay un elemento favorable a estos últimos -y casi nadie lo menciona- a la hora de recibir asistencia sanitaria: en un país como éste, en el que el Estado se embolsa miles de millones de la Tabacalera, resulta que los fumadores se han pasado la vida pagando impuestos adicionales con cada paquete de cigarrillos. Y hace unos días, en el proyecto de reforma de la financiación de la Seguridad Social, el Gobierno barajaba la posibilidad de que sean los bebedores y fumadores quienes sufraguen lo que van a dejar de pagar las empresas, que así podrán crear más empleo. Creo que está muy claro que los fumadores son benefactores de la sociedad, y que, lejos de ser perseguidos, deberían contar, si no con privilegios, sí con algunas compensaciones. Sugiero, de momento, que si la señora Sala no nos deja fumar más que en medio de la incomodidad y las estrecheces de sus peores vagones, nos ofrezca al menos algunos de sus pastelillos, si es que no acaba siempre con todos.

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