¿Recuerdan Madrid?
El Titanic de Félix de Azúa se hundió en Barcelona en los años setenta y reflotó en Madrid a principios de los ochenta. Emergió levemente en la Sevilla de la Expo, en 1992, y ahora está hundido definitivamente. A lo mejor, sus tesoros se guardan en cualquier otra ciudad urbanizada por el aburrimiento contemporáneo, pero es muy probable que repose en las cloacas de Madrid, donde casi no pasa nada y donde todo lo que ocurre se parece a España.¿Y qué le pasó a Madrid para asistir también al hundimiento del trasatlántico del entusiasmo que ahora reside como una reliquia sin recuerdo? ¿Por qué se aburrió Madrid?
Para explicar este viaje al fondo de la noche que ha hecho la cultura de la capital de España, y que ha hecho la propia cultura española, habrá que recurrir a una expresión que usó esta semana Joaquín Leguina acerca de la ciudad cuya comunidad preside: "En 1984 Madrid vivía un buen momento cultural y hoy presenta un panorama menos compulsivo". Cuando no es escritor, Leguina abandona la metáfora y se hace político; esa frase debió dictársela la política, pues la dijo en la presentación del Libro Blanco de la cultura de la Comunidad de Madrid en la Residencia de Estudiantes. ¿Quiso decir que ya era tiempo de amansar las aguas de la movida y que, por tanto, la compulsión resultaba innecesaria? Desde fuera se diría que en realidad quiso decir que aquí, en efecto, no pasa nada, que hay que animar el paisaje, hacerlo más profundo o más divertido, o hacerlo, simplemente, y que aquélla era una manera suya de describir la profunda melancolía que ha dejado sobre la planicie manchega la desaparición del Titanic.
¿Recuerdan aquel Madrid que fue Titanic? Era un lugar de estrenos y de copas, de brillantinas ambiguas y de genios absolutos, genios tan esporádicos que si hoy se buscara la nomenclatura de lo que fue esencial en su tiempo se hallaría un vacío similar al hueco que deja en la vida del mar el volumen de un trasatlántico. Fue una época maravillosa, de dinero y humo, en la que la noche crecia enganosa como el vaho nocturno de una actriz bellísima, y casi todo era noche, como la risa y como el sueño. Como si los pies estuvieran sobre el barro de Woodstock, se vivió la ilusión de la eternidad, esa sensación que produce el tiempo cuando se detiene, que diría Carlos Fuentes, y todo pasó como un espejo por encima de una ciudad vieja que se sorprendía de su súbita resurrección. De pronto se cansó todo, y se cansaron hasta las manos de aplaudir éxitos tibios y efímeros, y quedaron pobladas las hemerotecas de noticias de descubrimientos literanos, cinematografícos, arquitectónicos, teatrales o musicales del siglo. Ahora, Madrid es una terraza que se limpia las primeras legañas del otoño y casi nada de lo que pasa tiene que ver con aquella explosión de bailes desenfrenados encima de la cubierta amenazada del Titanic.
Se hundió. Después de hundirse estuvo tratando de reflotar en las cloacas de la ciudad e hizo movimientos pendulares que devolvieron levemente la ilusión a un país que rebuscaba en sus armarios la palabra desencanto para entender la resaca. En uno de esos exabruptos telúricos, el Titanic reapareció en Sevilla, en 1992, y lo hizo con una explosión imaginativa que extrañó tanto, por su ingenuidad y por su apuesta, que enseguida fue perseguido y tachado. Aquélla fue la última oportunidad que perdió este país -Madrid, Barcelona, Sevilla: las tres ciudades 92- de tener al menos un Titanic de piedra sobre la estantería jacobea. La burla que hizo este país de los propósitos culturales de la Expo es equivalente a la burla recurrente que este país hace de la modernidad.
Fue imposible. En Madrid, con ese Libro Blanco, entre otras cosas, están tratando de echar a andar al menos una balsa, y por eso Leguina, para animamos, dice que ahora hay menos compulsión, pero, como dijo también, "una demanda creciente de cultura". A Leguina hay que creerle, porque es uno de los pocos ciudadanos capaces de hablar igual con el Rey que con cualquiera y de interrumpir sus solemnidades presidenciales para ser como era cuando era demógrafo; pero tiene a mano un ejemplo culturalmente brutal de las razones del hundimiento del Titanic madrileño: el Círculo de Bellas Artes, una entidad que en su día fue ejemplo de la capacidad que la sociedad tiene para dotarse de centros donde la imaginación se alía con la enseñanza y que ha sido sucesivamente amenazada por los bancos -estatales, por cierto-, por la desidia de las instituciones -Ministerio de Cultura, Comunidad, Ayuntamiento, etcétera- y por el desdén que ha sufrido la cultura de Madrid y que ha convertido el símbolo que es ese lugar en una ilusión tan pasajera como la propia movida.
El Titanic reside en el fondo de Madrid. Como Félix de Azúa sólo viaja a esta ciudad cada 25 años, no ha podido venir a ver sus rastros. Menos mal que nos queda el Carnaval.
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