Nostalgia de presidencia
Es indudable que algunos personajes de la oposición al franquismo no se han reconciliado todavía con el hecho de que la democracia se instaurara en España por la vía menos previsible. En los años setenta, la oposición pretendió reproducir una estrategia similar a la elaborada por la coalición republicano-socialista en 1930 para derrocar el rey Alfonso. Por aquel entonces, el plan consistía en una insurrección militar que, apoyada en una huelga general, estableciera un Gobierno provisional que convocara elecciones a Cortes Constituyentes. En 1975 no se preveía movimiento de cuarteles, pero sí una "acción democrática nacional" que proclamaría un Gobierno provisional para someter luego a referéndum la forma de Estado. Las cosas no salieron según aquel guión, pero el pueblo manifestó libremente su voluntad en varias ocasiones, abriendo a la monarquía suficiente campo de maniobra para transformar su naturaleza sin arriesgar su permanencia. La monarquía de junio de 1977 no tiene nada que ver con la de noviembre de 1975: es otro régimen, otra forma de Estado. Pero es inevitable la nostalgia de quienes se habían hecho unas cuentas que finalmente no salieron. Así que cada vez que un aniversario proporciona la ocasión de recordar aquellos hechos, no falta quien diga que la nuestra es una democracia otorgada, más que conquistada y que, por tanto, hay en nuestro sistema político una especie de déficit de democracia, enquistado en su mismo origen e insalvable a no ser que se proceda cumplir lo que entonces no se hizo: que el pueblo elija directamente al jefe del Estado. El déficit de democracia sólo podría liquidarse cuando nuestro sistema político lavara sus vergüenzas en las aguas del presidencialismo: el Reino Unido, según nuestros brillantes presidencialistas, sería menos democracia que Estados Unidos.
A este argumento (repetido otra vez con motivo del 25 aniversario de la proclamación de don Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey y que apunta expresa o tácitamente a la Corona como obstáculo para alcanzar una democracia plena) se pretende ahora rebajar su carga antimonárquica con una aportación ciertamente original. Según Mario Conde, nuestro déficit de democracia no procede del origen de la monarquía y ni siquiera de su existencia, sino de la identificación entre ejecutivo y lesgislativo, que provoca la lejanía de la sociedad civil de una esfera pública apropiada endogámicamente por la clase política. Nuestra democracia no es plena, no porque sea monárquica sino, por haber nacido vieja, en el molde del parlamentarismo, cuando los parlamentos no son más que apéndices de los gobiernos.
¿Cuál es la solución? Tras un fatigoso viaje en el que no se sabe qué admirar más, si la variedad del pensamiento o la fatuidad del sujeto, Conde propugna una reforma constitucional que, salvando la monarquía, permita a los ciudadanos elegir directamente al ejecutivo y a la sociedad civil elegir corporativamente al legislativo. La Corona respirará tranquila, bien asentada en su transtemporalidad; los presidentes de Gobierno, en relación directa con el público, se moverán a gusto, libres de las perversas redes de la clase política; y las academias, colegios profesionales, universidades, organizaciones empresariales, sindicatos y asociaciones de vecinos se incorporarán a la esfera pública enviando sus representantes al Parlamento. Es como si Mario Conde, no satisfecho con sus fantásticos experimentos bancarios, agitase otra vez su coctelera para proponernos una receta no menos fabulosa a base de instituciones del Estado: viértase una cucharadita, de las de café, de Corona británica; añádase un vaso, de los de agua, de presidencia estadounidense; aderécese todo con un pellizco de Cortes corporativas, según la añeja tradición española, y sírvase frío. Monarquía presidencial corporativa, tal es el nombre del nuevo elixir.
Y luego dicen que no quedan genios en España.
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