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El caso de la novia lejana

Durante todo este verano ha estado hablando por teléfono con su novia, lejos, y ya no es el mismo. Se podría pensar que eso les sucede a muchos -balbuceos, sonrisas sin motivo, fiebres incluso en los casos más extremos-, pero no es el caso: este es un amor antiguo, que se prolonga desde que eran chicos hasta el punto de que goza ya de algunas de las ventajas del matrimonio: pasiones moderadas, por ejemplo, que se cumplen sobre ritos tranquilizadoramente idénticos, tolerancias que van colmando poco a poco el vaso, islas de silencio que permiten (sobre todo a él) concentrarse en lo que verdaderamente importa.Porque ahí está el asunto: él es uno de esos cachorros ambiciosos (bueno, ya no tan cachorro), que se vino a Madrid desde su pueblo hace ahora algunos años, deslumbrado por el fulgor de los triunfadores que llegaba al atardecer hasta el paseo marítimo por donde caminaba de la mano de su novia -ya España empezaba a llenarse de paseos marítimos-, y enganchado en el anzuelo de anuncios de empleo que

parecían resúmenes de películas: "Se necesita economista (o ingeniero, o arquitecto, o diseñador de imagen, o ex seminarista, o astronauta, en realidad da igual) que sea joven, dinámico, ambicioso, que hable inglés, sea amigo de su peluquero y de su sastre, distinga una acción de una cuenta a plazo, pueda conducir un coche con estilo, a ser posible un coupé, y sepa desenvolverse en una conversación, con las palabras tee, green, ventaja al resto, Grand Slam y Alpe d'Huez, aunque de esta última se pueda prescindir. Abstener se aficionados". Parece que fue ayer cuando esos anuncios llenaban la prensa del domingo.

De modo que este joven tigre (bueno, ya no tan joven... ni tan tigre: podría ser cualquiera de nosotros) se viene a Madrid, se alquila un apartamento con piscina en el techo por el lado de Azca, se pone un Armani, se calza unos Sebago, se corta el pelo al dos, se echa encima un frasco de Aire, de Loewe, y acude a entrevistas donde pronto lo reconocen como uno de los nuestros, que además promete. Lo contratan. Y ahí comienza el viejísimo cuento de la irresistible ascensión, que les ahorro. Lo que aquí interesa es que este verano, en una explosiva mezcla de agobio la crisis, neurosis de quiebra, bajada de la Bolsa, acelere y, también, posibilidades de ascenso mientras los demás se distraen en Marbella con la barca, este lince talludito cuyo espejo le riñe al afeitarse y le dice que ya debería estar en la planta 26ª, nuestro hombre, no ha veraneado.

Podría haberlo hecho, la verdad, y se ahorrarían ustedes esta milonga. Lo cierto es que se ha quedado en los 40º de Madrid a la sombra (y 30º una madrugada en La Cibeles), mientras su empresa no quebraba ni era deglutida en alguna fusión monstruo, la Bolsa no se hundía ni tampoco ofrecía chollos como los de antes, no le ascendían ni sus más directos rivales se morían de una insolación o desmicados en una discoteca de Puerto Banús. Una pena de verano.

En cambio ha sucedido algo muy grave y trascendente, algo en apariencia muy simple y sin embargo de consecuencias nefastas. "No hay enemigo pequeño", decía mi abuelo, y yo lo he recordado mucho estos días. El enemigo pequeño de nuestro cascado león ha sido un teléfono. No más grande que una cajetilla extraplana de pitillos extralargos, infeliz en apariencia como el transistor de un dominguero, pero en realidad peligroso y dictatorial como un mando a distancia, este teléfono inalámbrico ha sido el utilizado por su novia, allá lejos, para responder a sus llamadas progresivamente mustias, sudorosas y desencantadas de la vida.

"No te oigo bien", le decía al comienzo la novia, "me voy hacia el balcón del norte". Y se iba mientras él dibujaba barquitos sobre una agenda vacía de proyectos y de cruces de enemigos eliminados en la carrera hacia la planta 26. "¿Estás bien, cariño? Yo estoy viendo las estrellas, en el banco del jardín de atrás, y pienso en ti", y nuestro hombre zapeaba con ansiedad intentando capturar algo en la televisión que le compensara de todas las estrellas que no veía. "Te noto un poco apagado. ¿Pasas mucho calor? Aquí hace un día nublado, estoy en la veranda y llevo puesto el jersey que me regalaste", y nuestro hombre se asomaba a la ventana de su apartamento con piscina en el techo y en el recalentado cemento de Azca presagiaba la inminencia de un ataque nuclear. Entonces miraba en torno buscando en sus 63 metros cuadrados útiles las causas de su desasosiego, la raíz de su malestar: el mobiliario de cuero negro, las luces halógenas, las litografías de Botero, las alfombras marroquíes, el despacho transparente... "Maldito teléfono", decía a veces, y se hacía el propósito de comprarse un inalámbrico para igualarse con su novia.

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