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El racismo

El racismo es un mal absoluto porque constituye la más grave negación de los valores sobre los que se asienta la civilización. Valores seculares como la libertad, la igualdad, la fraternidad; valores religiosos como el de la dignidad de toda persona como criatura de Dios.Hay que combatir sin tregua el racismo, a quienes, abiertamente o no, recurren a él o lo invocan. Hay que combatir el racismo que duerme con un ojo abierto en todos nosotros, porque la raza es uno de los temas de esta exclusión que caracteriza a las sociedades humanas.

La Fundación Caixa de Catalunya se ha comprometido en esta lucha publicando una edición especial de su revista Nexus. La obra merece que se le preste atención a causa de los fuertes y significativos dibujos que la ilustran. Más aún, a causa de los textos de que se compone. En ella se mantienen con energía y pertinencia, entre otros, dos argumentos.

Según el primero, en el que hay que apoyarse, las tesis racistas carecen de todo fundamento científico. Aunque se dan diferencias entre las razas, éstas afectan a caracteres secundarios y no justifican en modo alguno la jerarquía que se pretende introducir. Sobre todo porque los individuos o comunidades de raza pura, si es que existen, constituyen excepciones, y porque la evolución del mundo nos conduce desde hace mucho tiempo a un mestizaje gradual, más o menos avanzado, sin ningún perjuicio para las cualidades de la especie. No existe ni una raza pura ni una raza superior.

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Según el segundo argumento, del que hay que tomar conciencia política, el racismo es una de las formas que ha adoptado siempre la tendencia que tenemos a rechazar, apartar y marginar al prójimo. Ahora que nuestras sociedades experimentan graves crisis de transformación, esto es mucho más grave. Buscamos culpables sobre los que hacer recaer la responsabilidad de los sinsabores que sufrimos. Es muy fácil decir y hacer creer, por ejemplo, que la inmigración es la causa del paro. Éste es, como sabemos, el resultado de una revolución tecnológica cuyos efectos no hemos sabido ni querido prever y de la que nos gustaría quedarnos sólo con las ventajas. Por tanto, si queremos estar prevenidos contra la perversidad de las tesis racistas y combatirlas, tenemos también que tener cuidado con los efectos perversos de las transformaciones dolorosas de nuestra sociedad, ya que nos inspiran malos comportamientos.

Para nuestros responsables imprevisores y cobardes, el racismo es una coartada cómoda: la causa de nuestros males, dicen falazmente, no es nuestra incapacidad para prever las transformaciones esperables, sino la inmigración. De este modo, se puede seguir siendo conservador con facilidad y ahorrarse el valor necesario para concebir y emprender las reformas y cuestionamientos pertinentes.

Pero el debate así entablado invita a reflexionar sobre nuestros sistemas educativos y el papel que podrían desempeñar en la prevención del mal que se pretende combatir.

Cuando nació la Comunidad Europea se hizo una prueba. Se encargó a grandes profesores, conocidos por su cultura y sus mentes abiertas, que escribieran la historia de Europa. Cada uno de los países miembros enseñaba a su manera su historia nacional. Nadie había pensado hasta entonces en el hecho de que la historia es un bien común a todos nuestros países, ya que se compone de los conflictos que nos enfrentaron, los repartos que realizamos y las alianzas que concebimos. La tarea de estos eminentes profesores resultó ser mucho más difícil de lo que se imaginó en un principio, porque las obras y lecciones de los sistemas escolares destilan una historia que halaga al país respectivo y denigra a los demás. Nadie piensa en abrir las mentes de los alumnos a la infinita diversidad de Europa, mucho menos del mundo, y, dentro de esta diversidad, a la unidad de la especie.

A mí se me enseñó la historia de Francia de forma que fuera hostil o desconfiado con respecto a España, Italia, Alemania y el Reino Unido, aunque ahora mi historia está mezclada con la suya y mis hijos tienen que hacer un futuro común de nuestras querellas pasadas. No estoy seguro de que mis nietos no absorban en la escuela, incluso hoy, el veneno del nacionalismo y, en consecuencia, el de la xenofobia, que me quisieron inculcar. Nacionalismo no es lo mismo que racismo, pero...

Entre la xenofobia histórica y el racismo cotidiano hay muy poca distancia y en la escuela se debe enseñar la curiosidad, el conocimiento, la aceptación, el respeto al otro: la apertura a los demás. Cuando ése sea el caso, la lógica cultural y social se habrá invertido y las diferencias, lejos de constituir un peligro, se verán como fuente de riqueza.

Es necesario que llegue un tiempo en el que no haya que decir que toda referencia a la raza carece de fundamento científico y es moralmente inaceptable; en el que se diga que existen en el mundo comunidades humanas a las que el suelo, el clima y la proximidad del mar han modelado de forma diferente y cuya fisonomía, color de piel, conducta, apariencia, lengua, cocina y civilización son distintos de los de todos los demás, pero que los seres que las integran son niños, mujeres y hombres como nosotros. Cuando la diferencia se acepte como una simple diferencia y, por tanto, como una originalidad, cuando la raza se considere como un modo de ser humano y no como un signo jerárquico, como la base de una distinción y no de una clasificación, habremos entrado en una era nueva en la que, sin duda, será más fácil vivir, y en la que cada cual poseerá la riqueza de toda la experiencia humana.

Pero mi portera no me comprende cuando le digo que todos somos iguales y que un negro es semejante a un blanco. Ella ve lo contrario. Me dice lo contrario. Me comprende cuando le digo que cada cual tiene su manera de ser, de parecer, de vivir y de hablar y que, cuando se conoce a la pareja negra que vive en ese piso al que se llega por la escalera de servicio, resulta igual de simpática, cordial, inteligente, sensible y honrada que otras que son "de aquí". Lo comprende mucho mejor porque es portuguesa y el cocinar con aceite de oliva le ha valido algunos comentarios desagradables.

Aprender desde el colegio la extraordinaria diversidad del género humano, no ver en ella un obstáculo, y mucho menos un motivo de rechazo, sino, por el contrario, una causa de curiosidad, y puede que de simpatía.

Una noche en que se produjo un atentado en el que hubo muchos muertos, un periodista me preguntó qué sentimientos había experimentado al enterarme de que habían sido asesinados varios judíos. Le contesté que cuando la violencia golpeaba, yo no me preguntaba nunca por el origen de las víctimas, sino que me rebelaba contra ella y lloraba sobre los cuerpos destrozados.

Las diferencias que existen entre los seres no deben servir de base para ningún juicio; todos y cada uno de nosotros debemos ser respetados y solicitados por nuestro modo de ser humanos.

Edgard Pisani es presidente del Instituto del Mundo Arabe de París y director de L'Evénement Européen.

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