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Jugar a ser Dios

Rosa Montero

El caso de las madres-abuelas se ha convertido en uno de los temas del verano: un asunto enjundioso sobre el que todo el mundo tiene una opinión y que sirve de encendido debate en las tertulias. Que si sí se les debe ayudar a las sesentonas a tener hijos o que si no, argumentan las familias en las playas con los vecinos de sombrilla, apenas conocidos un par de días antes: y enseguida se organizan unas trifulcas morrocotudas que cimentarán, sin duda alguna, una hermosa amistad entre los disputantes, porque ya se sabe que en España no, hay cosa que una más a los amigos que una acalorada discusión e insultarse muchísimo.Si se piensa bien, no es nada extraordinario el interés y la inquietud que el tema provoca: estamos hablando de la base del enigma de la vida. En tomo a este misterio fenomenal se. arremolinan muchos de nuestros miedos y nuestros mitos, zonas sin explorar de lo que somos los humanos, la terra incógnita del mapa del subconsciente. Y así, sospecho, por ejemplo, que el machismo se originó por el miedo primitivo a la capacidad procreadora de las hembras, o que Freud, al hablar del complejo de castración de las mujeres, estaba encubriendo y olvidando la envidia que los hombres deben de sentir (si yo fuera varón la sentiría) ante el poder deslumbrante de la maternidad. De modo que, cuando los vecinos de parasol se enzarzan a gritos, tal vez se estén dirimiendo también profundos fantasmas: el sueño de que el desarrollo técnico permita engendrar a los hombres, o el miedo (por parte de las mujeres) de que lo consigan. O la ilusión de omnipotencia femenina de controlar por completo la matemidad y el miedo (por parte de los hombres) de que lo consigan. O sea, un lío.

La vida que vivimos los humanos en este final del siglo XX es absolutamente artificiosa, de modo que sostener que las madres-abuelas no son buenas porque son antinaturales es un argumento bastante necio. Claro que hay puntos conflictivos en el asunto, como ese niño condenado a ser huérfano muy pronto o a cuidar desde chico de padres muy viejos; pero hay muchos críos que vienen al mundo en condiciones peores: no deseados en absoluto, por ejemplo. Además, eso no es lo que más me inquieta del asunto

Lo más desasosegante de esta historia es algo de lo que nadie habla, y es quién administra el progreso técnico y de qué modo. La técnica es ciega, neutra e irreversible: no se puede desinventar la energía nuclear, pongo por caso. Pero sí se puede y se debe controlar, como es evidente. A mí me gustaría saber quién controla a ese ginecólogo romano, ese tal Severino Antinori, que se ha dedicado a sembrar de óvulos los úteros de las menopáusicas. Dicen que el hombre es muy vaticanista y que actúa movido por ese frenesí pro-familia numerosa que tanto alienta el actual papado en éstos momentos tan apropiados de sobrepoblación, hambrunas y catástrofe ecológica. Y, así, ayudó a Rosanna della Corte a tener un hijo a los 63 años, pero, por lo visto, se negó a inseminar artíficialínente a Martina Navratilova, la tenista de 37 años, sólo porque Martina ha reconocido públicamente que es lesbiana.

Se ve que a Severino le preocupa qué será del hijo de una lesbiana, pero no le inquietó, no ya que Rosanna sea tan mayor, sino que además se empeñara en ser otra vez madre, tras fallecer su primer hijo, en un a9cidente de moto, a los 17 años. De hecho, el nuevo niño ha recibido el nombre del muerto. La verdad, a mí ésta sí que me parece una situación morbosa y peligrosa para un crío, y no la tendencia sexual de una persona. Pero ahí está Severino, en el filo de los descubrimientos técnicos, traspasando fronteras sin encomendarse a nadie, distribuyendo sus prejuicios en territorios nuevos que deberían ser debatidos y controlados socialmente, jugando a ser Dios. Que alguien le pare.

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