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Tribuna:VERANO 94
Tribuna
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Mecánica popular

Capítulo 3

Juan José Millás

Relato de Al ponerme la melena, mis rasgos completaron el proceso de feminización al tiempo que los de él se endurecían. Estaba un poco calvo, pero se trataba de esa clase de clavicie que algunos hombres logran incorporar a su identidad como un atributo, más que como una- amputación. Quizá no se había dado cuenta de que yo llevaba escrito en la frente su destino, porque me trataba con esa. clase de neutralidad con la que yo había seducido en, otro tiempo a las mujeres cuya existencia no me concernía. Comprendí que un hombre como ese podría perderme e, incomprensiblemente, la idea me gustó. Pero teníamos que intercambiar la ropa, por si venía un endocrino, de manera que me urgió a que me desnudara mientras él comenzaba a desabrocharse la blusa. Intenté ocultarme detrás del sofá, pero su mirada me perseguía a todas partes con un descaro enloquecedor.

-Es usted preciosa -dijo.

Y yo:

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-Mire hacia otro lado, por favor.

En medio de aquel apresurado intercambio, se oyó un ruido procedente de la entrada y la tos de alguien que llegaba en ese: instante. Nos miramos aterrados, pero él reaccionó enseguida y rne señaló una puerta que daba a un pequeño aseo, donde nos refugiamos atropelladamente, medio desnudos los dos y con las manos llenas de las ropas del otro. Para mayor confusión, con las prisas no habíamos encendido la luz, cuyo interruptor estaba en la parte de fuera. Permanecimos en silencio, intentando trazar la trayectoria de los pasos que venían del otro lado, mientras acostumbrábamos los ojos a una luz minusválida procedente de una rendija por la que respiraba el aseo. Cuando cesó el ruido de los pasos e intentamos movernos para continuar el intercambio, nuestros cuerpos se encontraron y me entregué a su abrazo con una violencia pasiva, de la que él se quedó tan sorprendido como yo. En realidad, no tuve que hacer nada, porque me pareció que alguien que me habitaba lo hacía por mí. Yo sólo tenía que entregarme y a cambio de esa entrega recibía más placer, y durante más tiempo, que el que habría sido capaz de imaginar hasta ese instante. Además, advertí enseguida que el placer de él dependía del mío, pues su gozo consistía en verme gozar. La melena se comportó de un modo raro, pues cuando me tiraba de ella yo sentía dolor en el cuero cabelludo. No sé cuánto duró aquello ni si armé mucho escándalo, porque a veces él me ponía la mano en la boca para que no gritara, aunque eso me excitaba más. El caso es que en un momento dado me obligó a regresar á la realidad y comenzamos a vestirnos otra vez. Al ponerme las bragas de encaje, sentí una emoción antigua, como si realizara en este acto un deseo del que ni siquiera guardaba memoria de lo remoto que era Mientras terminábamos de vestirnos, comenzó a tutearme y también ese tuteo me penetró hasta lo más hondo, como el nombre con el que me llamó, pues convinimos en intercambiar también nuestros nombres. Así pues, yo sería Beatriz y él Francisco. Tenía una sensación de plenitud que nunca antes había sentido. Todo me parecía bien, de manera que al salir con toda clase de precauciones a la sala de espera lo primero que hice fue mirarme en el espejo para acostumbrarme cuanto antes a esta versión de mí, con la que, he de decirlo, me encontraba completamente de acuerdo. El abrigo de visón, con el cuello levantado sobre la melena, me daba ese aire de misterio tan propio de las mujeres ricas argentinas. A él, por cierto, le quedaba muy bien mi traje de lino.

En la sala no había nadie, así que pensamos que el endocrino, o lo que fuera, se había metido en la consulta y nos sentamos a esperar.

-Con ste traje de verano da gusto -dijo Francisco-, es muy ligero.

-Es de lino -añadí yo-; lo compré este año. Si llego a saber que lo iba a utilizar tan poco, habría aguantado con la ropa del año pasado.

-No te quejes, que has salido ganando; el abrigo también lo he comprado este año. Y es un visón.

-La piel, en Buenos Aires, es muy barata argumenté un poco molesta, porque me pareció que se estaba poniendo mezquino. Yo, lo del traje de lino, lo había dicho por decir, no por echarle nada en cara.

-No te creas -insistió-, la piel era barata antes; ahora está todo por las nubes.

Estuve a punto de responderle que yo misma le había comprado a mi mujer unos zorros muy baratos en Buenos Aires (había estado allí el invierno anterior por razones de trabajo), pero pensar en mi mujer, ahora que me sentía tan a gusto cada vez que notaba el roce de las bragas en las ingles me hizo sentirme mal. Así que me disponía a cambiar de conversación, cuando se abrió la puerta que daba a la consulta y apareció una mujer de mediana edad, como nosotros, abrochándose una bata blanca. Daba la impresión, por su gesto, de no saber muy bien qué hacía allí, y nos miraba como intentando averiguarlo en nuestras caras. Nosotros permanecíamos en silencio, también con gesto de duda. Finalmente, después de unos instantes de tensión, la doctora, o lo que fuera, dijo:

-Que pase el primero, por favor.

La primera era yo, si consideraba mi etapa como hombre. Pero quien había llegado en segundo lugar a la consulta era una mujer, y yo, ahora, era mujer, de manera que empujé a Francisco al tiempo que le decía al oído:

-Si lo miramos desde el punto de vista del sexo, el primero en llegar fue un hombre, así que te toca a ti.

-Está bien -dijo haciendo un gesto obsceno-, pero luego no me reproches que lo vea todo desde ese punto de vista.

Siguió a la mujer de la trás de ellos, para ver qué pasaba, sin que la doctora se opusiese.Parecía desconcertada, ya digo, como si se encontrara bajo los .efectos de un sueño magnético. La consulta era muy neutra también y estaba desnuda; sólo vi un sillón que podía pertenecer, in distintamente, a una peluquera o a un dentista. El se sentó dócilmente, aunque con cara de susto, en ese sillón y la mujer de la bata se quedó a su lado sin hacer nada, como a la espera de que al guien le transmitiera una orden. Cuando la tensión estaba a punto de alcanzar un grado insoportable, Francisco pidió que le arreglara un poco el pelo por los lados.

-No sé por qué -añadió-, aunque por arriba estoy prácticamente calvo, por los lados me crece muy deprisa.

Yo me acerqué y, procurando que no me oyera la doctora, le advertí:

-No, hombre, el pelo te lo querías cortar cuando eras Beatriz, pero ahora que eres Francisco te tienes que arreglar la boca. ¿No te acuerdas?

-¿Y si no sabe? -preguntó asustado.

Entonces, me volví directamente a la mujer, porque empezaba a haber en toda aquella confusión algo molesto, y le pregunté sin rodeos:

-Bueno, ¿usted es dentista o qué?

-¿Por qué lo dice? -preguntó a su vez.

-Es que el señor -añadí- ha venido a arreglarse la boca y yo a cortarme el pelo, pero, francamente, no sabemos quién está equivocado.

-Pues les voy a hablar con la misma franqueza -respondió con el gesto de quíen toma una decisión arriesgada de la que espera, sin embargo, obtener una tregua moral-, ahora mismo no me acuerdo de qué soy.

-Ya empezamos otra vez con las dudas -dije con tono de resignación al tiempo que intercambiaba una mirada con Francisco.

-Sabrá por lo menos si es argentina o española -añadió él.

-O si hace frío o calor -insistí a mi vez.

-O si esto es Madrid o Buenos Aires -apostilló Francisco.

La mujer nos observó con desconcierto durante unos instantes y luego se echó a llorar mientras rogaba que dejáramos de hacerle preguntas, porque aquello empezaba a parecerse a un interrogatorio.

-Aquí llora hoy todo el mundo -dijo Francisco.

-Eso, no es cierto -respondí-, sólo han llorado las mujeres.

-¿Y quién te dice a ti que ésta no es un hombre? Si es posible que yo esté en Madrid y tú en Buenos Aires, a pesar de encontrarnos en el mismo lugar, ¿por qué no va a ser ésta un hombre? Y digo un hombre por no decir otra cosa.

-¿Qué cosa? -pregunté, al tiempo que le indicaba con un gesto que dulcificará su modo de hablar, porque la pobre doctora, o lo que quiera que fuese, se ahogaba en un llanto que me rompía el alma.

-Yo qué sé -añadió él con desprecio-: una gata, por ejemplo.

-Qué poca sensibilidad tenéis los hombres -le reproché mientras me acercaba a la doctora con gesto de consuelo.

-Eso no me lo has dicho cuando estábamos en el aseo -escupió con un gesto de provocación claramente sexual. Empezaba a molestarme que exhibiera la escena del aseo como un trofeo de caza, así que le rogué que se olvidara de eso y que me ayudara a calmar a la mujer. Entre tanto el llanto de ésta, bajo mis caricias, se había transformado en una especie de maullido.

-¿Lo ves? -gritó Francisco saltando del sillón- ¡Es una gata!

Contemplé lo que tenía entre las manos y observé con aprensión que no era una cabeza, sino un animal al que dejé caer al suelo de inmediato.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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