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Unas gafas de Pla

Antonio Muñoz Molina

Trece años después de su muerte vuelve el insigne Josep Pla a ser noticia de primera página en los periódicos. Entre la filología y el folletinismo, en una variante ampurdanesa de Los papeles de Aspern, se descubren cartas de amor del gran soltero reaccionario y huraño a una señorita de Cadaqués y se traza la pista de una hija desconocida que al parecer nació de su relación con Adi Emberg, la borrosa y fornida noruega que lo toma del brazo en esa fotografía de su juventud que también ahora vuelve a publicarse, y que es doblemente excepcional, por presentar a un Pla cubierto no de boina sino de sombrero hongo, y además acompañado por una mujer y visiblemente satisfecho de estar con ella.Nada de eso concuerda con la imagen del Pla anciano y rural que poseemos todos, y que a muchos nos fue inconcretamente familiar antes de leerlo, tal vez porque veíamos su foto en la revista Destino, a cuya redacción dicen las malas lenguas que iba aquel legendario tacaño a proveerse gratis de cuartillas y recargar de tinta su estilográfica. Tampoco se parece ese hombre joven de sombrero hongo a ninguno de los oblicuos retratos que suele hacer Pla de sí mismo en sus libros. Josep Pla, que Casi nunca cultivó la ficción, fue dibujando a lo largo de una vida entera dedicada a pasearse por el mundo y a contar lo que veía un personaje solitario, escéptico y desasido de todo que duerme en los hoteles europeos o en las baratas fondas españolas y no parece tener más ocupación que su haraganería curiosa, vagabunda y lectora.

Uno se pregunta con frecuencia, leyéndolo, qué hacía ese individuo paseándose por Londres una mañana de domingo desierta e invernal, o por qué motivo recorría en tren el norte de Noruega, tan atento a todo y a la vez tan tranquilo como si se estuviera paseando por Mataró, tan deslumbrado por la visión de una cordillera o de un fiordo como por la del verde tierno y aterciopelado de unas habas primerizas.

Pla viajaba sin descanso para ganarse la vida, o para entregarse a un amor boreal con una rubia alta y carnosa sin que lo supiera nadie en su pueblo. El personaje que nos habla en sus crónicas, la voz que fue viéndolo y contándolo todo durante más de medio siglo, no parece que tenga obligación de nada ni vínculos con nadie, ni con mujeres ni con directores de periódicos. Leyendo la crónica de una noche de invierno en Ostende, yo lo he imaginado como una figura de Simenon, uno de esos burgueses con abrigos, sombreros hongo y bastón que viajan solos y miran por las ventanillas de los trenes o cruzan ante los ventanales iluminados de un café en una gran plaza belga en la que está lloviendo.

Su prosa da una sensación de transparencia serena, de maravillosa objetividad perceptiva, y cuando uno casi se ha olvidado de que no está ante el puro espectáculo de las cosas, sino leyendo un relato de una máxima sofisticación, la primera persona del singular regresa de pronto, y lo que parecía una crónica acaba resultando una confesión personal. En Cartas de lejos, el primer volumen de la colosal biblioteca Josep Pla que lleva publicando varios años la editorial Destino, hay una descripción nocturna de la ciudad de Lyon que sólo a quien no ha estado nunca en ella le parecerá exagerada por lo desoladora. Pla lo va contando todo, a la medida que lo ve, o que se le va ocurriendo, como si el instante de la visión y el de la escritura fueran simultáneos, con una monotonía informativa y admirable, y de pronto el relato se quiebra en una cruda sugestión de tristeza: "Encontrarse solo en Lyon, al anochecer, en una habitación de hotel cualquiera es eminentemente pedagógico", escribe. "La sensación de soledad, la lejanía, es abrumadora. Se tiene la revelación súbita -que en el propio país sólo se capta después de alguna catástrofe personal- de que la vida es un asunto oscuro, complejo, inaferrable".

Ahora sabemos que es muy posible que en el curso de alguno de aquellos viajes visitara una clínica europea en la que había nacido una niña cuya existencia ha permanecido secreta hasta ahora, tantos años después de que él haya muerto. También sabemos que desde aquellos hoteles de los años veinte y treinta en los que escribía sin pausa ni fatiga visible o se quedaba en la cama leyendo y fumando hasta mediodía enviaba telegramas y cartas a aquella novia de Cadaqués a quien se los leía su madre, porque ella era analfabeta: se habla de un paquete de cartas atado con una cuerda y envuelto en papel de periódico, de una anciana absolutamente sorda de más de ochenta años que ha aprendido a descifrar el movimiento de los labios y se pasa el día fumando cigarrillos negros y mirando la televisión...

No habrá entre nosotros un Henry James que cuente con detallada malicia las aventuras póstumas y epistolares de Josep Pla, ni un biógrafo lo bastante tenaz y entusiasta como para seguir esas recónditas sugerencias novelescas sobre los viajes de cierto notario ampurdanés a un banco suizo, o sobre una mujer de ojos claros y apellido noruego que nunca conoció a su verdadero padre. Pero ahora, leyendo y releyendo siempre los vagabundeos de Pla por las ciudades europeas -él las conoció en su edad dorada, cuando contenían la doble excitación del tiempo atesorado y de una modernidad aún jovial y recién irrumpida-, yo añadiré a los placeres literales de la lectura una tercera dimensión imaginaria, y sospecharé que a la sombra del personaje solitario y gandul que me ha guiado por tantas ciudades hay otras presencias que él prefirió mantener ocultas, como mantenía oculta a su amada Albertine el héroe celoso y paranoico de Proust.

No sé si aparecerá su hija perdida ni si se publicarán las cartas que han pasado tantos años en un desván de Cadaqués, pero a mí lo que me gustaría que se encontrara de Pla es algo que él poseía y se llevó a la tumba, su mirada de escepticismo y asombro, sus gafas graduadas e invisibles de mirar las cosas, de mirarlas de cerca, de nombrar los colores de una fruta o de una tierra o de una nube con una exactitud de cristalografía, con un entusiasmo y una precisión sensual que no ha tenido nadie en nuestra literatura. Si me fuera posible, yo nunca saldría de viaje sin mis gafas de Pla.

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