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Acto de contrición

Antonio Muñoz Molina

Apenas duermo, y no sólo por culpa del calor, sino también del remordimiento, que puede ser igual de sofocante que la temperatura de una noche de julio, sobre todo cuando se descubre que el trabajo de uno forma parte de la ola conservadora y retrógrada que vive España, según acaba de denunciar doña María de Corral, directora del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, a quien aún, le dura la indignación por un comentario no entusiasta sobre Joseph Beuys que yo tuve el atrevimiento de publicar aquí hace unos meses. El arte de vanguardia es una afirmación radical de libertad, pero hay que cuidarse mucho de ejercer la libertad de juicio y de opinión acerca de él si uno no quiere ser fulminado por sus más celosos guardianes: disentir de la disidencia canónica puede llevarlo a uno a la excomunión, y al mostrar una educada incredulidad hacia el dogma se volverá automáticamente sospechoso de dogmatismo reaccionario.Soy cómplice, para vergüenza mía, de un momento retrógrado, peor aún, de una ola, término que me trae recuerdos ominosos, porque casi desde que tengo uso de razón he oído denuncias contra olas sucesivas que nos invadían, rompiendo, en general sin éxito, contra los acantilados firmes de la patria. Las momias del Movimiento Nacional tronaban contra una ola de liberalismo trasnochado, el Papá y los obispos han denunciado olas sucesivas de pornografía, de hedonismo, de paganismo, el Gobierno socialista se ha rebelado contra olas y más olas de acusaciones injustas de rapacidad y corrupción, así que la ola reaccionaria de estos tiempos que avizora doña María de Corral debe de ser un episodio más en el gran oleaje oceánico de las conspiraciones, y puede acabar por tanto en lo que acababan casi todas las olas anteriores: en lo que ya en tiempos de Franco, pero también en tiempos socialistas, se llamaban. admirablemente una campaña orquestada".

Si me desvela y me remuerde formar parte de una ola reaccionaria más me inquietaría aún ser uno de esos malévolos instrumentistas de las campañas orquestadas. Yo creía que uno de los rasgos fundacionales del arte moderno era la irreverencia de la libertad, y que el encuentro entre la obra y el espectador sucedía en el espacio libre de la percepción y del juicio soberano. Hace meses, la señora De Corral dijo desdeñosamente que las opiniones de los escritores sobre arte tendían a ser infundadas o frívolas, y al decir eso tal vez se olvidaba de que algunas de las más excitantes travesías de la literatura moderna son los recorridos de Charles Baudelaire por los salones donde se exponía la mejor y peor pintura de su tiempo. Baudelaire transitaba entre los cuadros como por las calles de París, descubriendo y contando en ellos el espectáculo resplandeciente de la vida moderna, y fundando no sólo una manera nueva de escribir, sino también de mirar, una percepción del mundo y del arte que aún nos iluminan.

En los últimos veinte o treinta años, para una cierta vanguardia casi siempre oficial, las reglas del juicio estético se han vuelto del revés: ya no es el espectador quien se enfrenta baudelaireanamente, a cuerpo limpio, con adiestramiento y pasión, a la obra de arte, quien la juzga en libertad, quien posee los derechos simétricos del entusiasmo y el desdén. Ahora es la obra de arte la que juzga al espectador, instantáneamente, inapelablemente: "Ay de ti si no me admiras", parece decirnos un letrero invisible; en el momento justo en que no admiramos se produce un cortocircuito estético, y nuestro juicio queda invalidado, no porque sea incompetente, sino porque nos habíamos creído en el derecho a juzgar, que por definición pertenece a los expertos, a la cofradía masónica de los entendidos: "Quién eres tú para jugar".

Hay escritores que se han constituido una celebridad inquebrantable cultivando la astucia inocular en sus obras determinados anticuerpos que neutralizan toda crítica, convirtiéndola automáticamente en un ataque despreciable, en una prueba más de la sempiterna conspiración reaccionaria (o izquierdista) contra ellos. Algunas películas dirigidas ahora por mujeres o por personas de raza negra también poseen sus anticuerpos peculiares, que anulan cualquier crítica emitida por un varón o por un miembro de otra raza en virtud de los impulsos machistas o racistas que se ocultan bajo la apariencia de objetividad. De igual modo, a doña María de Corral no le parece que la falta de genuflexión unánime ante la obra de Joseph Beuys proceda tan sólo del ejercicio limpio de un derecho que desde la Ilustración ha pertenecido a todos los aficionados al arte: el derecho soberano a que a uno le gusten o no le gusten las cosas, a disfrutarlas o a quedarse indiferente hacia ellas sin peligro de ser excomulgado, o convertido en cómplice de alguna ola o campaña siniestra. Que a uno no le guste cierta película de Spike Lee no lo vuelve automáticamente un racista; aburrirse con el Finnegans wake, con la Reivindicación del conde don Julián, con El piano o con Kika no son pruebas irrefutables de simpatía hacia los dictados cavernícolas de la Conferencia Episcopal; no rendirse de entusiasmo ante la chatarrería entre totalitaria y cibernética de La Fura dels Baus o el célebre calcetín monumental de Antoni Tápies no significa obligatoriamente que uno esté en contra de la identidad nacional de Cataluña.Que a unas cuantas personas no nos arrebaten ni Joseph Beuys ni los misticismos y los esoterismos que envuelven su figura constituye, sin embargo, para doña María de Corral una prueba de los vientos torvos y conservadores que soplan: "La gente, de repente, lo único que quiere es sentarse delante de la televisión y que les dé reality shows", dice. Y continúa: "Cualquier cosa que les haga pensar les molesta, y Beuys hace pensar".Me quita el sueño cada noche el remordimiento, la culpa íntima de estar siendo un sicario de la ignorancia, del conservadurismo, de la televisión, a diferencia de la señora De Corral, que es la Juana de Arco y la Agustina de Aragón de la vanguardia más moderna y del pensamiento más audaz. En mitad del insomnio se me ocurre de pronto que tal vez aún pueda ser perdonado: la misma lógica eclesiástica que convierte el arte en un sistema de canonizaciones, excomuniones y anatemas bien podría aplicarme, si hago méritos suficientes, los beneficios del arrepentimiento y la conversión: aún no he tenido tiempo de ir a ver las nuevas adquisiciones del Reina Sofía, pero prometo de antemano santiguarme ante ellas.

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