Una historia inmortal
Como todas las películas de Manoel de Oliveira -cineasta portugués y, por consiguiente, completamente desconocido en España- El valle Abraham no es probable que divierta a quienes buscan una aventura imaginaria que contar o contarse después de vista. Ir a verla no tiene objeto para quienes desean cabalgar sobre imágenes sin esfuerzo íntimo. Si se acude a verla con esta disposición lo probable es que lo único que se saque de sus tres horas es otras tantas de siesta.El valle Abraham es una obra concebida y desarrollada de modo que exige de quien la ve lo contrario de lo dicho: altísima tensión emocional y permanente estado de concentración, una especie de alerta sin reposo para capturar algunos -nunca todos: son demasiados para una sola visión- de los delicados entramados y encadenamientos de ideas y metáforas que atestan las imágenes y alcanzan entretejidos de insuperable belleza, perfectos, densos y no obstante transparentes. Es una película compleja, que requiere en el espectador una sostenida tensión mental, si se quiere extraer de la pantalla una parte -sólo una parte: toda es. imposible en una sola visión- de la enorme riqueza que introduce en ella uno de los creadores de cine más libres, elegantes y refinados de la historia.
El valle Abraham
Dirección: Manoel de Oliveira. Guión: Oliveira y Agustina Bessa-Luis, inspirado en Madame Bovary, de Flaubert. Fotografía: M. Barroso. Músicas: Beethoven, Debussy, Chopin, Fauré, Colerian y Hawkins. Portugal, 1993. Intérpretes: Leonor Silveira, Luis Miguel Cintra, Rui de Carvalho. Cine Bellas Artes (versión original).
Sombra de una sombra
Es puro relato: pocas veces hubo una fusión tan cerrada entre un cuento contado y su correlato visual. El cuento es una sombra de Madame Bovary. Una escritora, Agustina Bessa-Luis, sugirió a Oliveira que hiciera una película de la novela de Flaubert, en la que tropezaron Vincente Minnelli y Claude Chabrol. Tiene algo de desafío llevar a la pantalla la tragedia de Emma Bovary y debió ser tentador afrontarla para un cineasta tan aficionado al riesgo como Oliveira. Asumió la idea, pero pidió a la escritora que novelase a su manera la tragedia de Emma y la película salió de ahí, de una sombra de la sombra del mito.El relato de Bessa-Luis está, palabra por palabra, dicho en El valle Abraham por una voz en off que se convierte en resonancia de la imagen, como ésta a su vez en explosión de luz de aquélla. La arriesgadísima aventura formal de este apasionante contrapunto de palabras e imágenes da lugar, armado sobre un engarce de músicas eternas, a un portentoso ejercicio de armonía, de musicalidad cinematográfica, que convierte al filme en una de las películas fundamentales del cine moderno. No es descriptible, ni narrable: no se puede contar un cuarteto de Beethoven, como tampoco se puede contar Madame Bovary fuera de las páginas que la encierran. La sabiduría del cineasta intuyó que sólo de esta forma podía afrontar el desafío en que tropezaron otros y su intuición le llevó más allá de donde llegó el propio Flaubert. Difícilmente puede encontrarse en el cine reciente -que depreda toneladas de literatura- un caso tan perfecto de identidad entre escritura e imagen.
Hay coincidencia en que El valle Abraham es -o el tiempo la convertirá en- la obra más elevada de Oliveira. La intensidad, la precisión y el despojamiento -ley del oro cinematográfico: expresar cada vez más cada vez con menos- a que llega el director de Amor de perdición, La divina comedia y Los caníbales, probablemnete tiene que ver con que Oliveira es un anciano que conserva en los ojos el asombro de un niño, pues cada idea que maneja, cada imagen en que materializa esa idea, cada variación en la cadencia y en la cadena secuencial, es un alarde de sabiduría de oficio mezclado con la mirada de quien, a los 85 años, sigue viendo por primera vez el mundo. Una mirada serena y sin embargo explosiva, que no arrastrará multitudes ni importa, pues algo en ella nos dice que se seguirá viendo dentro de un siglo y de otro: el indicio de una historia inmortal.
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