Final feliz con 'Orfeo' de Gluck

El VII Festival Mozart ha tenido como tema recurrente el mito de Orfeo. Tras presentar la ópera de Haydn, en versión de concierto, y representar la de Monteverdi, la de Gluck ha servido para clausurar el ciclo con toda brillantez. Hay que anticipar los atractivos del monta e del teatro cordobés (1992), con dirección escénica de Francisco López Gutiérrez y musical de Peter Maag, sin olvidar la colaboración del coro de la Comunidad de Madrid que dirige Miguel Groba, la coreografía de Manola Asensio y la actuación de la JONDE.Una vez más, se ha jugado con el tiempo y el ambiente a la hora de tratar el mito helénico; se humanizaron las cosas y todo adquirió valores más cercanos, luminosos y vitales, a, lo que contribuyeron los escenarios y trajes de Jesús Ruiz Moreno. Desde el Orfeo de Monteverdi (1607) al de Gluck (1762) transcurre más de siglo y medio. Casi todo ha mudado en el teatro musical, aunque sea aventurado afirmar que la gran evolución fuera siempre sustantivamente positiva. Ya hizo bastante Gluck al "limpiar la ópera de las superficialidades introducidas por los compositores" anteriores a él, como escribe en el prólogo de Alceste. En todo caso, la historia está ahí inmutable y es inútil escuchar a Gluck pensando en Monteverdi por más que la forma de cantar las pasiones alcance en Claudio de Italia una potencia emocionante acaso nunca superada.

La interpretación de ahora, recibida con largos aplausos, logró niveles de alta calidad. Orfeo estuvo más que defendido, exaltado, por una joven cantante de bellísima voz y aguda inteligencia: Mónica Groop, formada en Helsinki, Bélgica, Inglaterra y Suiza. Fue Euridice la española Ana Rodrigo, ya muy prestigiada, de timbre muy bello y limpio estilo; completó el trío protagonista, en el papel de Eros, otra compatriota, Maribel Molnar, con dominio vocal y teatral.