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Carta abierta a Carmen Alborch

Señora ministra:No le escribo para requebrarla. Y no porque no la crea a usted merecedora de un requiebro, sino porque ya se le han dedicado muchos en la prensa escrita desde su nombramiento, para irritación de las feministas intolerantes, que abundan mucho por cierto. Yo creo que el requiebro, el piropo, es higiénico y hace poco daño. Aunque también creo preferible que al menos los parlamentarios canalicen su entusiasmo hacia objetivos acaso no tan espectaculares, pero más acordes, desde luego, con su importante función.

Le escribo porque usted no es una ministra cualquiera, sino, precisamente, la ministra de Cultura. Y el pasado año tomaron usted y sus otros colegas europeos una decisión muy equivocada e inoportuna, sea dicho esto con todos los respetos a tan elevados personajes. Me refiero a la decisión de no conceder a Sarajevo el carácter de Capital Cultural de Europa. A la vista de cuanto desde entonces -¡también antes!- viene ocurriendo en la antigua Yugoslavia, esa decisión cobra nuevamente importancia. Gracias a los periodistas por Bosnia, que no cesan en su meritoria labor informativa, es un tema, el de todos los ex yugoslavos, permanentemente vivo y actual. Y debe continuar siéndolo mientras la violencia no cese.

¡Sarajevo! Este nombre debería despertar especiales resonancias afectivas en todos los europeos, al menos en todos aquellos que verdaderamente quieren que la Europa unida sea una auténtica superación de las viejas rencillas y de los localismos estériles. Sarajevo está estrechamente vinculado a los últimos estertores del decadente Imperio Austro-húngaro (¡de Mayerling a Sarajevo!). Lo que allí, ocurrió en el mes de agosto de 1914 fue nada menos que el suceso desencadenante de la llamada guerra europea. Pero ese suceso, aunque ocurrido allí, no tiene nada que ver con el espíritu de aquella ciudad. Fue obra de un serbio y debe ligarse por ello a las aspiraciones serbias, legítimas cuando de lo que se trataba era de sacudirse el yugo de aquel Imperio Austro-húngaro, o el del Imperio Turco (iKosovo!), pero recusables cuando lo que ahora pretenden es imponer el mismo yugo a otros pueblos eslavos. Sarajevo no representa eso.

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Sarajevo, como capital de Bosnia-Herzegovina, lo que encama es el carácter multicultural -no multirracial, porque allí eran todos eslavos- que tuvo la ya desaparecida Yugoslavia y la difícil coexistencia de tres distintas tradiciones: la cristiana ortodoxa, la católica y la musulmana. Fue por ello una sociedad eminentemente laica.

No podremos construir Europa, señora ministra de Cultura, si no superamos todos esos vestigios del pasado, si no eliminamos todo lo que nos separa a fin de acentuar sólo lo que nos une. Y esto es precisamente lo que Sarajevo significa. De igual modo que musulmanes, cristianos y judíos pudieron convivir en la España medieval hasta que el vendaval de la intolerancia acabó con aquello, Sarajevo, como Toledo, encarnó la convivencia de las tres religiones y culturas que coexistían en Bosnia-Herzegovina.

La pasividad europea ante lo que en la antigua Yugoslavia, sobre todo en Bosnia (Sarajevo antes, Gorazde ahora), está sucediendo es una prueba irrecusable de que no vamos, por el buen camino. Porque no vamos a edificar Europa, desde luego, por el camino del regreso a las luchas tribales que en todo el Este europeo (¡ay, también en el Oeste!) ensombrecen el panorama. Yo no sé cuál deba ser la mejor solución para los territorios (prefiero utilizar este vocablo neutro) de la extinguida Yugoslavia. Y no deja de ser curioso que quienes no han digerido todavía lo acontecido en Europa desde 1989, en el bicentenario de la Revolución Francesa, sean los que suelen adoptar posiciones proserbias, del mismo modo que, cada uno por sus concretas razones, lo hacen los franceses, los rusos y los griegos. No sé, ya le digo, cuál deba ser la solución mejor para aquellos territorios. Pero sé, desde luego, que los derechos de los serbios o los de los croatas no son más respetables que los de esos musulmanes bosnios que en realidad eran prácticamente laicos, pero que ahora corren el riesgo de caer en alguna suerte de peligroso fundamentalismo. Como no son más respetables que los de los albaneses de Kosovo, o los de los macedonios, aparte de que éstos tengan también un problema semántico-político con sus vecinos griegos. Por eso comprendí muy bien la indignación que experimentaron Juan Goytisolo, Susan Sontag y otros cuando echaron de menos un compromiso de los intelectuales como el que durante la guerra civil española dio lugar al Congreso de Escritores Antifascistas o como el que llevó a Bertrand Rusell a crear su tribunal contra la intervención norteamericana en Vietnam. No ignoro que también se ha dicho que ahora no están tan claras las cosas como lo estaban en 1936. Los derechos de la República Española no podían ofrecer duda entonces a la gente de buena voluntad. Pero tampoco deberían ofrecerla hoy, anécdotas aparte, los de los bosnios frente a sus agresores serbios y croatas.

¿Que por qué le cuento a usted todo esto? -imagino que se estará preguntando a estas alturas de la carta- Lo hago porque usted forma parte del Gobierno de un país de Europa y es ésta, antes que cualquier otra parte del mundo -vista además la absoluta inoperancia de la ONU y de la OTAN-, la que debe tratar de impedir que el avispero balcánico se desarrolle como un cáncer y acabe por arruinarlo todo. Sí, de acuerdo, supongo que podría decirme: "Pero yo no soy la ministra de Asuntos Exteriores, sino únicamente la de Cultura". Claro, pero fueron ustedes, los ministros de Cultura, los que se negaron a conceder a Sarajevo ese carácter de Capital Cultural de Europa, a pesar de los esfuerzos de aquellos intelectuales comprometidos que querían lanzar los tinteros contra los cañones, como pedía Víctor Hugo. Y eso que lo único que se pretendía, puesto que la designación de Lisboa como Capital Cultural para 1994 estaba ya acordada, era hacerle un hueco a Sarajevo, durante el cambio de año, entre la entonces capitalidad de Amberes y esa próxima de Lisboa. Mas ni siquiera eso fue posible, por lo visto.

Yo quiero suponer, señora ministra, que usted apoyó esa pretensión, como imagino que la apoyaría también, pese a todo, su colega de Grecia, la ya desaparecida Melina Mercouri. ¿Cómo podría haber sido de otro modo? Lo cierto, en cualquier caso, es que eso no basta y habrá que hacer algo. Usted, por lo que he leído, era una mujer muy imaginativa en sus tiempos de, Valencia y se propone seguir siéndolo. Haga algo, pues. Invente algo, aunque sólo sea para que no sean siempre ellos los que inventan. Susan Sontag, que estuvo en Sarajevo con Juan Goytisolo, Ton¡ Morrison y los demás, escenificó allí la obra de Beckett Esperando a Godot. Pero sería una lástima que tuvieran que quedarse esperándole indefinidamente. Vaya usted también a Sarajevo, a Gorazde o a donde sea, y dígales por lo menos que estamos con ellos. Y que es esa Europa la que nos interesa, no la de las tribus.

es magistrado del Tribunal Supremo.

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