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Actualidad de las estatuas

Antonio Muñoz Molina

Antes de llegar al paseo de Recoletos, los descomunales bronces neumáticos de Botero ya se habían posado en dos de las avenidas más selectas del mundo, los Campos Elíseos de París y la Park Avenue de Nueva York, pero ha sido solo en Madrid donde se ha levantado un conato de motín contra ellos. En Park Avenue, con su gigantismo de rascacielos y su trepidación de especuladores financieros y de multimillonarios que viven más fortificados que señores feudales en las torres de apartamentos, es muy probable que las estatuas de Botero pasaran desapercibidas, o que al menos. perdieran la parte más ostensible de su monumentalidad. En cuanto a la avenida de los Campos Elíseos, es tan ancha, tan triunfal, tan escenográfica, tan poblada de arboledas y de tiendas de lujo, que no hay estatua que no se vuelva trivial y hasta invisible en ella, o que no quede aplastada comparativamente por el tamaño del Arco de Triunfo, de modo que es posible que esos gordos que ahora tanto enigman a los taxistas de Madrid quedaran reducidos en los Campos Elíseos a una escala de decoración interior con aspiraciones de manufactura artística.En la plaza de Cibeles, sin embargo, en el paseo de Recoletos, las estatuas de Botero adquieren una magnitud de hinchados artefactos aéreos o de hongos mutantes, y se interponen ostentosamente entre la mirada y el paisaje ilustrado y horizontal que tiene esa parte de la ciudad, en la que por cierto ya hay una población admirable de estatuas, capitaneada o presidida por la figura flaca y arrogante de don Ramón del Valle-Inclán, que, comparado con las diosas peponas de Botero, parece más flaco y ermitaño todavía, más caminante hambriento y glorioso por Madrid, por el Madrid fantasma de las estatuas y de los muertos antiguos.

Es rara, si uno lo piensa, esa pasión universal por las estatuas, por erigirlas o por derribarlas, por levantarles pedestales para que presidan plazas en las que, sin embargo, casi nadie las mira, o por someterlas al escarnio de los martillazos y las mutilaciones. Parece que en la Roma imperial era tan desmesurado el número de estatuas que se aproximaba mucho al de ciudadanos reales, y quedaba tan poco espacio disponible y eran tantos los poderosos que aspiraban a la notoriedad del bronce y del mármol que de vez en cuando las autoridades procedían a una eliminación sistemática y selectiva de ellas. En tiempos de confusión política, las estatuas de los emperadores se fabricaban con la cabeza desmontable, de modo que la perdían al mismo tiempo que era decapitado el modelo real, haciendo más barata y rápida la sustitución.

De todos los agasajos del poder absoluto, el que más complace a los tiranos parece ser el de las estatuas, que multiplican su número y aumentan su tamaño al mismo ritmo que crece la megalomanía del que manda y la indignidad de sus aduladores. En las alucinantes avenidas desiertas de Pyong Yang, las estatuas gigantes del dictador octogenario Kim II Sung levantan frente a nadie un gesto de admonición y amenaza. Lo primero que hacen las multitudes sublevadas es derribar las estatuas de las plazas públicas: a lo largo de toda la Europa del Este, desde la caída del muro de Berlín, se ha venido produciendo un cataclismo gradual de estatuas, una mortandad de héroes y tiranos esculpidos una epidemia que despoblaba las plazas y los pedestales de figuras inmóviles, de ceñudos y oratorios gigantes, de soldados hercúleos con bayonetas: y espadas, con hoces y martillos y antorchas. El fascismo y el estalinismo, que ampliaron a una escala industrial las crueldades y las arbitrariedades de la dominación política, agrandaron también a la misma escala monstruosa las dimensiones de las esculturas, como si de ese modo quisieran establecerlas indestructiblemente en la eternidad. A los pueblerinos medrosos que a principios de los setenta íbamos gregariamente de excursión al Valle de los Caídos, el tamaño de las figuras de los evangelistas que hay al pie de la cruz nos abrumaba y nos sometía con todo el peso mineral del régimen de Franco.

Pero también hay estatuas civilizadas y razonables, igual. que hay países y personas que lo son, y uno de los placeres de caminar por una ciudad es el placer de descubrir sus estatuas públicas, especialmente las estatuas del siglo XIX, los literatos misántropos y pensativos y los tribunos con levita, los militares a caballo, que suelen tener un aire menos de arrogancia que de reflexión o de melancolía, las jamonas alegóricas que representan el Comercio o las Bellas Artes o la Navegación o la Posteridad. El aficionado a las ciudades colecciona con la misma atención las estatuas y las arquitecturas que va encontrando en sus caminatas: yo recuerdo la estatua de Soren Kierkegaard. sobre la fachada de una iglesia de Copenhague, la de Balzac en el patio del Museo de Arte Moderno de Nueva York, la de Fernando Pessoa junto al café A Brasileira de Lisboa, la estatua ecuestre del general Robert Lee rodeada de nieve en un parque de Virginia y la del libertador Artigas en la plaza de la Independencia de Montevideo, la estatua solemne y triste de don Benito Pérez Galdós en el parque del Retiro. Me acuerdo de estatuas que no he visto nunca, como la de Carlos Marx en el cementerio londinense de High Gate, y de otras que no existen, como la, estatua a caballo de Juan María Brausen en la ciudad inventada de Santa María, o la del soldado de la Confederación en el Jefferson de William Faulkner.

Las estatuas representan la actualidad del pasado, y cuando las sublevaciones las derriban es para sepultarlas en los vertederos del olvido, pero en el Madrid de ahora hay estatuas que también anuncian amenazadoramente el porvenir. El. alcalde de clara con una beatitud perfectamente boteril que una de las esta tuas de Botero se quedará, en la ciudad, y mientras tanto avanza el proyecto, también municipal, de erigir en el Retiro un monumento a la Santísima Virgen. La estética de la izquierda gubernamental ha oscilado en la última década entre el populismo más inepto y la más vacua vanguardia: la derecha que se nos avecina no parece proponer más innovaciones que las mantecosidades abotijadas de Botero y el revival de la devoción mariana.

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