Policía palestina
EL PUEBLO palestino ya tiene territorio, por más que exiguo, y ese territorio posee una policía propia que comienza a desplegarse para vigilar el cumplimiento de la ley, una ley que será también palestina; y ese pueblo con territorio, ley y policía va a tener pronto un Gobierno que convocará elecciones dobles: al Consejo Nacional, supremo Parlamento de la nación desperdigada por el mundo entero, y para formar los nuevos ayuntamientos de Gaza y Jericó. A la vuelta de unas semanas existirá algo muy parecido a un Estado palestino, su proyecto, su esbozo, su ilusión.Ése es el primer gran resultado tangible de las Conversaciones de paz israelo-palestinas, el primer y fructífero final de etapa en esa carrera comenzada el 13 de septiembre en Washington con el apretón de manos entre el presidente de la OLP, Yasir Arafat, y el primer ministro israelí, Isaac Rabin. Pero es cierto también que las mayores dificultades comienzan ahora.
En las últimas semanas ha habido conversaciones entre la OLP y Hamás, el grupo radical que considera que todo el proceso de paz es un engaño para que el pueblo palestino acepte mucho menos que la plena independencia en un territorio viable. Esos contactos iban encaminados a algo esencial: evitar una guerra civil palestina, que la fuerza de policía recién constituida no tenga que hacer frente a un levantamiento de sus propios hermanos, lo que jugaría a favor de los extremistas israelíes que, como Hamás, se oponen al tenor actual de los acuerdos.
Además de lo que parece un pacto de no beligerancia de Hamás hacia la autonomía palestina, el movimiento radical se ha comprometido también a no atacar objetivos israelíes en los territorios ocupados. En la práctica, todo ello equivale a una tregua tras la matanza de la mezquita de Hebrón, el pasado 25 de febrero, perpetrada por un civil israelí, y de los subsiguientes atentados de represalia de Hamás.
El proceso de paz ha avanzado a trancas y barrancas, pero lo ha hecho porque ambas partes han renunciado, al menos públicamente, a discutir el estatuto de Jerusalén, anexionada por Israel, pero cuya parte oriental reivindican como capital los palestinos. Por ello mismo, no es preciso que haya un acuerdo de inmediato; son comprensibles las cautelas israelíes y es de alabar la inteligencia con la que se ha sabido aparcar el asunto para avanzar en lo demás. Pero, antes pronto que tarde, el radicalismo palestino esgrimirá otra gran arma propagandística para intentar demostrar que siempre había tenido razón. La pregunta es: ¿qué pasa con Jerusalén?
Si Israel pudiera reconocer que es posible una solución negociada de la disputa por la capital histórica de israelíes y palestinos, cabría deducir razonablemente que el largo viaje iniciado en Washington tiene ya un punto de destino.
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