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200 días de extravío

Sí; han sido exactamente 200 días. Toda una marca en cuanto a la brevedad, pero ni siquiera lo suficiente para poder vanagloriarse del triste privilegio de batir un precedente, pues el primero de los 25 directores, que, durante 175 años, han regido los destinos del Museo del Prado, el marqués de Santa Cruz, aún duró menos: desde el 19 de noviembre de 1819, fecha de la apertura oficial del museo, hasta el 8 de abril de 1820. La revolución de Riego se interpuso entonces en la carrera museística del marqués, cuya efímera etapa de gobierno de la pinacoteca sólo acabaría compitiendo en fugacidad con la del pintor Vicente Palmaroli, que se extendió apenas un año y medio, pero, en este caso, porque la parca segó, en 1896, la vida del flamante director nombrado el año anterior.Mas, y en mi caso, con 46 años recién cumplidos, buena salud, en plena primavera y sin más agitaciones políticas medioambientales que las ciertamente escandalosas derivadas del ejercicio pleno de la democracia, ¿qué ha pasado conmigo para que, con las circunstancias antedichas, no haya podido sobrepasar en el honroso cargo los 200 días; justo el doble de lo que retóricamente se concede para observar qué es lo que pretende hacer un director recién nombrado? Lo realizado en estos 200 días ha sido mucho y más lo que se debía realizar. Entonces ¿qué podía importar que nada más hecho público mi nombramiento, ya desde el primero de los 100 días de expectativas, arreciasen las descalificaciones y las insidias interesadas? ¿Qué podía importar que, desde el medio en el que se me venía sistemáticamente injuriando al menos durante los siete últimos años, se presentase mi nombramiento como "el pago de un favor" personal, una componenda más para satisfacer el poder omnímodo del "diario gubernamental" o, cómo no, el premio al crítico ideológicamente afecto? ¿Qué podía tampoco importar si, transcurrido el tiempo y puesto en evidencia el decidido avance del programa de actividades del museo, lo único destacable fuera, para este mismo medio, el supuesto nombramiento "irregular" y "amiguista" de una acreditadísima persona que se ha dejado la piel desde el primer día que entró a trabajar en la institución, o que, ¡cosa increíble e intolerable como para descalificar de raíz todo el programa del 175º aniversario!, el museo cerrase sus puertas en Viernes Santo, por muy obligado legalmente que estuviera por el convenio colectivo firmado por mi antecesor en la dirección?

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Pero, bueno, insisto, ¿qué, podía importar toda esta colección de malévolas insidias y descalificaciones frente a la grandeza de la institución y la mayor parte de sus gentes? Eso era lo que pensaba yo, un modesto profesor universitario que había abandonado provisionalmente la cátedra, la investigación, la crítica y, ¡ay!, hasta la escritura, por mor de la más digna y apasionante aventura que a un amante del arte se le puede proponer. En cualquier caso, al margen de sus discutibles glorias curriculares, el modesto profesor universitario estaba convencido de que aceptaba el tremendo desafío sólo y en función de actuar... Y, 200 días mediante, bueno o malo, ¡a fe que lo ha hecho!

Entonces ¿qué es lo que ha pasado? Que han sido justo 200 días de trepidante acción, pero ¡extraviada! ¿Respecto a qué o a quiénes? Mi diagnóstico sobre la situación actual del Prado es, perdóneseme la forzada simplificación, bien sencillo: es una pirámide truncada. La base histórica y laboral son solidísimas, pero, según se asciende en el tiempo y en el escalafón, se produce un vacío y una movilidad como de desierto. Probablemente, la sistemática falta de los medios más elementales y el constante desánimo han logrado esa peligrosa corrosión casi paralizadora. Más arriba, aún peor: no hay ni atisbo de una política correctora al respecto, ni de Gobierno ni de Estado.

Junto a lo que acabo de señalar, quizá debería tener una importancia efectivamente muy pequeña una campaña de linchamiento organizada por un medio contumaz contra la efímera y absolutamente irrevelante testa de un circunstancial director, pero tampoco. En este sentido, no sé si a los 50, a los 100 o a los 150 días de mi toma de posesión, pero más bien antes que después, pude constatar que la única reacción fehaciente que el museo o su política provocaban en el Ministerio de Cultura era la de su imagen según se reflejaba en los medios de comunicación de masas, de tal suerte que cualquier otra cosa perdía, ante esta cuestión capital de la imagen reflejada, perfil o relevancia.

Con esta perspectiva, la verdad es que sólo había que esperar el menor desliz real o imaginario para que el circunstancial director, ese modesto profesor extraviado, quedase en entredicho y listo para entregar a las fieras. No han tenido que esperar, ciertamente, mucho para encontrar la ocasión y el momento oportunos, aunque todavía sigo sin comprender con claridad en qué realmente ha consistido mi grave desliz museístico en la tan publicitada cuestión del reportaje gráfico realizado por la revista Nuevo Estilo, en la que trabaja mi mujer, desde hace siete años, en las salas del museo, donde sólo durante 1993 y parte de 1944 se llevaron a cabo hasta 33 reportajes gráficos: si acaso el desliz se produce porque no se deben autorizar reportajes gráficos, determinados reportajes gráficos o los realizados por alguna empresa en la que trabaja un familiar, aunque se cumpla con todas las normas legales y reglamentarias; tampoco sé si de debe cobrar más, como pienso, o quizá no cobrar nada. En todo caso, considero razonables mis dudas al respecto, porque, por poner un ejemplo, una revista de decoración, en 1988, realizó un amplísimo reportaje gráfico con sillas de diseño en el Museo de Arte Romano de Mérida, situándolas encima de los capiteles romanos u ocupando las basas de estatuas previamente quitadas. No quiero aburrir al lector con una prolija casuística, pero espero, ansioso, en todo caso, la solución a mis cuitas en la próxima orden ministerial.

Sea como sea, esta próxima y ciertamente iluminadora orden ministerial anunciada la habría leído y cumplido con sumo gusto desde mi cargo ahora abandonado de director del Museo del Prado, mal que les pesara a los entusiastas seguidores de mis torpes andanzas, de no haberme encontrado súbita e inopinadamente enfrentado con los criterios museísticos de mi ex ministra, no sólo porque este enfrentamiento de criterios en público no se compadece bien, como le gusta decir a nuestro presidente del Gobierno, con la cordial identidad en privado, sino porque mal se puede esperar acerca de cualquier coincidencia de criterios futura, cuando entre las dos partes hay una tercera, esencial y muy capaz de en cualquier momento deshacer lo más sólido previsto: un titular de periódico.

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