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Tribuna
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A tiro hecho

Habrá al menos alguno que empiece ya a creer, aun sin chapotear en los placeres del patetismo, que la fuga, unida a la persecución, es la historia sagrada de este país. Un país que parecía ir a más. Y que, en efecto, a más ha ido. Hasta llegar a hacernos pensar que el hoy más perseguido y sus perseguidores más tenaces, entrelazados por el destino y las ganas, están pasando a realidad virtual, a toda pastilla, bartuleos tan clásicos y llanos como que el hombre verdadero jamás se satisface del todo.El primero en este nuevo desorden, parlanchín perseguido, asegura ver dos dilemas donde luego pronuncia uno; mientras que los segundos, por pura elevación activa, persiguen verlos todos en uno. Con este zumbe a dos bandas, el mero titubeo -inclusive con falta de entusiasmo- es fuente inagotable de disgustos sociales. Intentas un esbozo, casi inerte, de piedad relativa o simple tedio y, al instante, la sorna del que escucha te corta en seco: "Ya, ya sé cómo me dices". Y, de esa frase castiza, yo bien sé que la autora no es Rosa Luxemburgo, sino nuestra Gracita Morales.

Tal vez aquella involuntaria socióloga, siempre entonada en sus resoluciones domésticas, podría dibujar ahora, con la voz pinturera de la justicia, la auténtica naturaleza muerta del suceso que nos preocupa. Que consiste en comprobar que también un desaparecido puede dar a la primera en el blanco: o se larga al otro mundo o se dispone a largar todo lo referente a las veraces trillizas. Dicho y hecho: a sus perseguidores se les hace la boca agua.

Y, cuando aquí senos hace la boca agua, nunca faltan voluntarios para fundir Fuente Ovejuna con La venganza de don Mendo adaptadas por la mano ligera e incorrupta de Alfonso Paso. Pero, al volver a lo que sin cesar volvemos, del coro al caño y del infinito al cero, cualquier día nos reencontramos con Valle Inclán, ansioso todavía de saber si somos (¡verdadero dilema!) "almas en pena o hijos de puta". Antes de eso, el perseguido ha procurado aleccionamos sobre aquello que mejor sabemos: cuán dificil es elegir, en plena persecución, entre el cuerpo benemérito, que nos trae ciertos recuerdos, y un alma algo llevada por el diablo del olvido.

¿A dónde vamos a parar? A la inocencia última del presunto culpable, consistente en imaginar que el excitado cazador va a conformarse con una sola ala de la supuesta perdiz roja. Aquí se escucha por doquier el alarido racial: "¡Canta, cabrón, y después pégate un tiro!". Pues en este. católico país no agrada menos la nuez del rumor que el ruido de la pólvora, el murmullo de la confesión que el disparo en cabeza a ajena. Y sabroso sería realizar una cuesta al respecto (por ejemplo, entre la franja amplia y respetable de ciudadanos antiabortistas) a fin de conocer qué porcentaje de ellos jalea al perseguido para que se suicide de una santa vez, como el honor de la gloriosa raza ordena y manda.

Ése es el cuadro realista que aquí aguardamos de continuo para escapar a la abstracción. Integrado El Lute, con vertido El Dioni en cantautor, destituido Benito Floro y con la farmacéutica de Olot recién resucitada, necesitamos un reo televisivo que recite de carrerilla, ante la mirada comprensiva de Ana Obregón (o de Daniel Múgica, me da lo mismo) los solos versos comprensibles de la literatura en lengua española: "Mi única virtud es sentirme desollado / en el templo y la calle, en la alcoba y el prado". Queremos que se vea en directo el suicidio ejemplar, con tal que no coincida con la etapa final de la Vuelta Ciclista a España o con una comedia de Lina Morgan.

Y es cosa de acordarse, a la desesperada, de Gómez de la Serna, quien sostenía que en un cajón de todas las mesas de despacho hay siempre una pistola y un abanico de plumas. Porque, vamos a ver, si el perseguido se desprendiera de cuanto no debió ser suyo (la última pistola incluida) y nos lo pasearan este verano por todas las aldeas de España, con sólo el abanico de plumas por uniforme y propenso el sujeto a no ocultamos nada, ¿no hallaría el personal suficiente materia de consuelo?

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