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Lecciones de una crisis

Emilio Ontiveros

La crisis de Banesto, sin duda la más importante de las experimentadas en el seno del sistema financiero español, se presenta, tras su adjudicación al Banco Santander, superada en algunos de sus tramos más problemáticos. Se ha gestionado con celeridad, se ha obtenido un precio que, además de facilitar la objetividad de la decisión de adjudicación, permite reducir el coste para los contribuyentes más de lo esperado y, a pesar de ese incidente formal de ausencia de una firma, se ha llevado a cabo con transparencia. Condición esta última tanto más necesaria cuanto más en juego ha estado durante estas últimas semanas la credibilidad de algunas de nuestras instituciones, en particular, la del Banco de España.Desde la propia decisión de sustitución del consejo de administración de Banesto, el pasado 28 de diciembre, hasta el último episodio del escándalo Ibercorp conocido esta semana, la principal institución financiera del país no sólo ha dispuesto de un protagonismo inusual, sino que lo ha hecho de la mano de acontecimientos que han generado un lógico escepticismo entre los ciudadanos, cuando no una merma significativa del respeto hacia la misma. Es por ello que, lejos de dar por normalizada la situación abierta tras la intervención de Banesto, las entidades financieras y el Banco de España en primer lugar han de deducir de la misma algunas lecciones importantes, algunas de ellas aparentemente implícitas en las declaraciones del gobernador, Luis Ángel Rojo, en su última comparecencia en el Congreso de los Diputados.

Que la adjudicación de Banesto al Banco de Santander no elimina los riesgos de inestabilidad adicional de nuestro sistema bancario es la primera de ellas. La situación hoy del sistema bancario es sin duda mejor que la conocida el 28 de diciembre, pero en modo alguno es óptima. Las entidades de Europa continental son, junto a las japonesas, las que están situadas en el escalón inferior de la consideración prospectiva que las agencias de calificación crediticia formulan del conjunto de los países industrializados. Dentro de ellas, algunas, como las españolas, asisten no sólo a un deterioro de la calidad de sus activos -de las inversiones crediticias, fundamentalmente- como consecuencia de los efectos de la recesión, también sufren un preocupante estrechamiento de sus márgenes de intermediación resultante de ese continuo descenso en los tipos de interés y de una agudización de la competencia, también sin precedentes en este país.

El comportamiento de los mercados financieros, y en particular los de deuda, agudizan los otros tipos de riesgo, de precio, y las dificultades para reconducir las cuentas de resultados hacia niveles compatibles con una remuneración adecuada del capital y del necesario saneamiento patrimonial.

Hoy se aprecian con mayor elocuencia algunas de las limitaciones estructurales de que ha adolecido en general el sistema financiero español, incluyendo entre ellas una protección y una cartelización a todas luces excesivas que, entre otros efectos, ha derivado en una difícil adecuación a un entorno más complejo y, en todo caso, más dominado por nuevos factores de riesgo. Es relevante cuestionarse si los máximos órganos de responsabilidad de las entidades bancarias han asumido esas nuevas circunstancias en las que ya se desenvuelve la actividad bancaria: Si se dispone de las capacidades organizativas y de dirección para afrontar las consecuencias de una economía necesariamente menos bancarizada y más decididamete orientada a la gestión de riesgos.

Tan importante como que esa conciencia del cambio de naturaleza en el negocio bancario sea asumida en las entidades es que lo hagan los procedimientos de supervisión y control de las autoridades, lo que no siempre ha de ser sinónimo de una mayor intesidad, si ésta no se acompaña de una mayor calidad y eficacia técnica. No deja de ser paradójico que uno de los sistemas bancarios históricamente más tutelados sea también el que mayores y más frecuentes dificultades ha experimentado en la historia reciente.

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