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El tiempo del ciudadano

Francisco J. Laporta

Recientemente, el ministro de Justicia hizo una sugerente reflexión pública. Como la propuesta era arriesgada pensé que suscitaría cierta controversia. Me he equivocado. No ha tenido eco alguno pese a haber sido planteada en un medio de cierta audiencia. Creo, sin embargo, que vale la pena repetirla. En el marco de una conversación general sobre sus tareas Belloch ha dicho algo parecido a esto: "Al margen de la defensa del Estado, ciertos imperativos de solidaridad e interés público pueden justificar que la sociedad exija también del ciudadano no tanto una contribución económica en forma de impuesto como una contribución personal en forma de tiempo". Del contexto de la reflexión se desprendía con toda claridad que no se trataba de una colaboración esporádica en supuestos de protección civil o catástrofes naturales, sino de acotar de antemano y reglar un tiempo para el altruismo y la atención a las necesidades' de los demás. Y de pedírselo al ciudadano compulsivamente, más allá del mero voluntariado. Repito que me asombra ver que semejante reflexión no haya sido contestada por nadie.Desde luego la medida tendría un buen apoyo legal; aunque ahora esté dormido. Cuando la realidad no alcanza a perturbar con sus problemas a una provisión constitucional, acostumbra a decirse que estamos en presencia de una "cláusula duriniente". En la Constitución hay una de esas cláusulas: "Podrá establecerse un servicio civil para el cumplimiento de fines de interés general" (art. 30.3). Ésta es nuestra bella durmiente. Todo parece indicar que el ministro de Justicia piensa que ya es hora de que despierte. Sospecho, sin embargo, que no será tan fácil interrumpir su sueño.

El precepto constitucional parece dibujar una prestación personal, obligatoria y fundada en el interés general. De ahí sus problemas. Una prestación personal tiene por definición un fulminante efecto igualitario. Si se implanta en un marco de igualdad ante la ley todos los ciudadanos futuros habrán de pasar antes o después por ella. Todos han de cumplirla; no hay dineros que valgan. Y esto, como es obvio, suscita un problema evidente: a cada uno le toca cumplir su prestación, pero también cada uno tiene un voto. Y no hace falta ser un pesimista irreversible para conjeturar que los ciudadanos tenderán a usar su voto para suprimir la prestación; o para que no nazca. Si esto es así, el gobernante que la proponga tendrá que vencer la inclinación del elector, la inclinación de la mayoría. Desde los tiempos de Pericles no han sido muchos los que se han atrevido a solicitar el voto recordando al ciudadano sus obligaciones. Para hacer eso hay que argumentar muy bien. Y tener mucha razón. Pero ¿puede argumentarse con fundamento que una prestación personal de esa naturaleza sea obligatoria? Muchos pensarán que no: "¡No me obligue a ser bondadoso!". Ya se puede oír a los neoliberales. Si se llegó a escribir que el impuesto sobre la renta era una variante de, la esclavitud, podemos imaginar lo que puede decirse de una prestación como ésta. Y tampoco faltarán las mujeres que arguyan, no sin razón, que llevan siglos haciendo "prestaciones" de ese tenor sin que nadie les haya dicho lo moderno que era eso. Para oponer esos y otros argumentos hay que apoyarse en el interés general. Difícil tarea entre nosotros. Si lo definimos en términos de bienes públicos hay que hacer un catálogo preciso y actualizado de lo que tenemos por tales (ya va siendo hora, dicho sea de paso). También hay que mostrar cómo se organiza todo eso para que no acabe en un caótico despilfarro de esfuerzos, en una injustificable pérdida del tiempo de los demás. No basta, pues, con un romántico beso. Para despertar a la bella cláusula durmiente es preciso responder muchas preguntas, vencer muchos prejuicios y sortear muchas trampas. Pero tengo la intuición de que responder esas preguntas, desenmascarar esos prejuicios y desmontar esas trampas empieza a ser una condición necesaria para imaginar algunas de las soluciones que todavía no vemos. Sólo espero que esta sordera progresiva que nos está produciendo el aumento cotidiano de tanta algarabía inútil y de tanta mojiganza informativa, no haya sembrado en el ánimo del ministro de Justicia ningún desaliento.

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