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La dictadura de los picadores

Domínguez / Campuzano, Castillo, Martín

Cuatro toros de María Luisa Domínguez Pérez de Vargas y 4º y 5º de Guardiola Domínguez, con trapío, inválidos, encastados; 4º de excepcional nobleza. Tomás Campuzano: pinchazo bajísimo, estocada atravesada que asoma, dos pinchazos bajos, cuatro descabellos -aviso- y descabello (silencio); estocada tendidísima muy trasera y bajonazo (petición y dos vueltas). Pedro Castillo: estocada delantera (ovación y salida al tercio); bajonazo escandaloso (silencio). Pepe Luis Martín: estocada caída perdiendo la muleta (palmas); cuatro pinchazos -primer aviso-, siete descabellos -segundo aviso- y tres descabellos más (silencio). Plaza de la Maestranza, 25 de abril. 171 y última corrida de feria. Tres cuartos de entrada

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Los picadores castigaron la excelente corrida de los guardiolas como si fuera una corralada poderosa, indómita y pregoná. Toro a toro la fueron tundiendo mediante los alevosos puyazos traseros, la carioca haciendo palanca con la vara, el torbellino ese de percherón pegando vueltas que envuelve y enreda al toro en el peto dejándolo desorientado, la carnicería final encerrándolo contra las tablas sin posibilidad de escapatoria. Toda la corrida se picó de semejante manera -¡y toda la feria, y la temporada entera!- pues este sucedáneo de picadores que va en las cuadrillas ejerce una dictadura intolerable sobre la fiesta.

Parece como si hubieran establecido el pacto de no picar en regla nunca jamás, bajo ningún concepto, no vaya a ser que alguien de ellos se sienta torero entonces, sucumba a la tentación de seguir siéndolo para los restos, y rompa el juego al resto del colectivo. O que ese público inadvertido y ajeno que llena las plazas para ver derechazos se dé cuenta de la diferencia, perciba la lógica y la belleza del arte de picar reses bravas, y exija en el futuro que se realice de tal modo la suerte.

Gran parte de la crisis profunda que atraviesa la fiesta es culpa directa de estos picadores irresponsables, malos caballistas, peores aficionados, negación del toreo. Pero la dictadura no les viene de ahora. Los cambios más profundos que haya experimentado la lidia a lo largo de sus historia los han propiciado los picadores con unas exigencias que siempre llevaban el mismo objetivo: ampararse del toro y sus peligros. De ahí vinieron los petos primero, el aumento del tamaño de esos petos después, la mudanza del caballo de silla al percherón, la puya que les permitía hundir hasta la arandela y una cuarta de palo, el peto descomunal que convierte la cabalgadura en fortaleza acorazada.

Es curioso que los públicos permanezcan callados mientras los picadores cometen sus tropelías, allá penas si los toros son flojos, encastados y nobles como los Guardiola, y, en cambio, les armen un broncazo cuando pisan el círculo pintado en el ruedo. Pues ese círculo se puso precisamente por imposición del club del castoreño, en aquella época en que cogieron el vicio de aguardar al toro pegados a tablas y la afición -los propios toreros también- les obligaba a salir al encuentro del toro en los medios, lo que les daba un miedo pavoroso. La raya, en definitiva, constituyó su garantía; más allá no debían pasar, así lo mandara el Papa. Y ahora les sirve de certificado de buena conducta. Tiene usía el asunto.

Flojísimos los Guardiola y rematados por la acorazada de picar, llegaron al último tercio moribundos, aunque haciendo gala de encastada nobleza. Campuzano toreó largo y templado al primero y con singular esmero al excepcional quinto. Dibujó literalmente los naturales, los ligó a sensacionales pases de pecho -los mejores de la feria- y aún se permitió el lujo de esbozar con arte excelso las trincherillas. Mató fatal Campuzano, y por eso no mereció la oreja, pero llenó de aromas toreros la Maestranza.

Pedro Castillo, espectacular en banderillas, no pudo sacarles partido a sus guardiolas inválidos y descuartizados, Pepe Luis Martín tampoco a los suyos, y esto explica el decoro con que resolvieron sus faenas. Aunque no les excusa. Porque la acorazada de picar iba a sus órdenes. Y si cometieron tropelías intolerables, esa es su responsabilidad.

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