El piñón, la raqueta y el estribo
Éramos siete hermanos y en aquella casa los juguetes que colmaban, sin alternativa, las apetencias lúdicas -a nadie se le hubiera ocurrido llamarlas así- eran la Pepona, la cocinita y el costurero para las niñas, y el aro, los soldaditos de plomo y la pelota entre las manos y los pies de los infantes. Niños de la segunda posguerra mundial para quienes la bici constituía un intermitente disfrute, alquiladas por medias o por horas en establecimientos que, generalmente, se llamaban El Caballo de Hierro. Pesaban 12 o 15 kilos, de piñón libre o fijo. Las criaturas de hoy se declararían objetoras o insumisas antes de encaramarse en semejantes trastos, nunca bien reglados, carcomidos de óxido y orín. Mejor que las lentejas; los tomábamos con ansia y alegría.Cerremos un paréntesis de medio siglo, con la referencia a la casi campeona Lily Álvarez, que estimuló el ejercicio del tenis -lawn tennis, se decía- entre las clases altas, hasta que Manolo Santana marcha de copas y nos trae la Davis, la del Roland Garros; casi todas. La ciudadanía, ya en calzones cortos y minifaldísimas, dedica el ocio al intercambio de pelotas sobre una red. En Madrid se pasó del estricto Club Santiago, donde estaban rigurosamente alejadas, más que separadas, las personas de diferente sexo, en tiempos en que sólo había dos, a la proliferación de polideportivos, de donde surgieron las Aranchas, los Brugueras y los Costas. Ampliaron canchas Puerta de Hierro, el Club de Campo, y florecieron urbanizaciones donde antes hubo churras y merinas, con las imprescindibles piscinas, pistas de cemento y frontones.
Desde que entramos en la Comunidad Europea -¡ojo a las fechas!- se ha desarrollado enormemente la práctica de la equitación. Apenas hay familia, por sencillo que sea su estado, donde uno o varios jóvenes no monten a caballo, concursen, salten, compitan y que, a cargo de sacrificios, posean y mantengan un solípedo, desde el penco valetudinario al presunto pura sangre anglo-árabe.
¿Esnobismo? Algo más complejo que ha desparramado la cultura del caballo, confinada en los campos jerezanos. Ofrecemos el fruto de prudentes indagaciones para comprender este fenómeno, tan usual en el Reino Unido que sus príncipes y princesas tienen catadura de jamelgos. Una minoría induce a la destreza hípica como terapia para remontar timideces y complejos físicos y psíquicos, al domeñar 200 kilos de nervio. Éstas y otras consideraciones coinciden con situaciones sorpresivas, a las que aludimos.
Las exigencias comunitarias de achicar la cabaña vacuna, a causa de los excedentes lácteos y otras instancias que somos incapaces de evaluar, deja los pastos y a los pastores yermos y ociosos. Un fino olfato de supervivencia ha sugerido a los ganaderos madrileños -y de otras regiones, suponemos- sustituir unos rumiantes restringidos y concertados por otros que no agravien a nuestros susceptibles socios. Proliferan las escuelas, los picaderos, la afición, el amor al deporte ecuestre, para el que, dicen, no hay edades. "Aprendí a montar cumplidos los 40", me confía un querido sobrino, "y puedo asegurar que, salvo placeres y delicias carnales que tienen fecha de caducidad, no encuentro deleite mayor que pasear un par de horas a caballo".
Nuestro Induráin ha renovado el afán de poblar los arcenes, inclinados sobre el manillar, pero crece, imparable, el apego a la jineta. Dos formas de locomoción donde, en una, usamos los músculos propios y, en la otra, los corvejones ajenos. Como todas las novedades, tiene sus fanáticos. "AdeMás", aduce un converso cabalgador, "poniéndose en una situación extrema, puedes comerte el caballo, lo que no es posible hacer con una bicicleta". En verdad, otro argumento a favor.
Eugenio Suárez es escritor.
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