Periódico mata gato
No se sabe cuándo comienza la Taberna del Gato: en su origen fue un colmado de ultramarinos especializado en ron cubano de caña, mate argentino, tequila, pulque, guarapo y aguardiente para indianos nostálgicos, y con horarios de cierre progresivamente arbitrarios. Debía de ser un pinta, El Gato. Dos palmas de un parroquiano y un gorgorito, aunque fuese un parroquiano borracho, bastaban para suspender el comercio y transformarlo rápidamente en tablao, sin más escenario ni requisito que unas cuantas palmas, quejíos, tacones y una guitarra. El camino inverso era más difícil: la fuerza natural de las cosas hacía que el colmado fuese abierto más y más tarde, hasta que inevitablemente se convirtió en un antro nocturno: El Gato Cojuelo.Estoy hablando del Madrid de la Restauración, cuando señoritos de capa y cuello estrecho, escritores con jiba y cupletistas de ojos de fuego empezaban a crear, entre los callejones de una vieja granja castellana que iba a ser adornada con un palacio en forma de pastel, y atados por las ramplonas caenas de Fernando VII que se confundían una- vez más con el patriotismo, la leyenda de una capital juerguista y simpática, y privilegiada además con el duende de una soma que se fue convirtiendo en marca de fábrica y signo de prestigio. Misterios de la fama, cuyos caminos ya por entonces resultaban particularmente enigmáticos.
Ni que decir tiene que esa forma alegre de llevar el negocio condujo muy rápidamente al tablao del Gato Cojuelo al endeudamiento y el descrédito. Sus proveedores americanos dejaron de enviarle género, entre otras cosas porque estaban demasiado ocupados combatiendo a la metrópoli para no pagar impuestos de Tercer Mundo. El colmado cayó en vulgar vinatería y así atravesó prácticamente todo el siglo XIX, hasta el desastre de Cuba, cuando nos encontramos a los pesimistas del 98 escribiendo sus despojados poemas castellanos en las mesas de hierro y mármol de lo que había terminado en café. El Café del Gato, se llamaba entonces, con un sentido de la tradición sorprendente en Madrid.
Quizá sea necesario precisar, por un prurito de veracidad periodística, que hasta aquí son todo suposiciones, leyendas, rumores del pasado, y que la primera prueba tangible del Café del Gato figura en una amarillenta y carcomida fotografía de Valle-Inclán, en cuya esquina se puede apreciar el letrero. A partir de ahí menudean las alusiones, sobre todo en la escenografía de la Segunda República. Por extraño que hoy nos resulte, Madrid era entonces una ciudad acogedora y trufada de lugares oscuros; frescos y propicios a la conversación, la contemplación e incluso la escritura. Parece se que en una de sus mesas fue donde Vinkírovitz compuso El alba de la ciudad.
De la guerra el café salió malherido, pero vivo, que no es poco. Se marcharon la mayor parte de sus parroquianos, y algunos de ellos escribieron relatos recorridos por la nostalgia de. heroísmo que, cualquiera sabe la causa, abunda en la literatura de la Guerra Civil. El café, convertido en bar, La Gata, entró irremediablemente, como tantos, en el nuevo destino colectivo del estraperlo y las putas caseras escondidas en la trastienda. Y su historia fue la de todos. Vegetó unas cuantas generaciones y estuvo a punto de sucumbir bajo las enfermedades endémicas que matan a las viejas tabernas: ser transformadas sin pudor en cafeterías, en bancos o en boutiques. Por vete a saber qué milagro el bar mantuvo más o menos su personalidad incierta y, para algunos, contribuía a conformar nuestro Madrid.
Ahora lo han sacado en un reportaje en el San Francisco Enquirer, y ya no creo que se reponga. Dicen que es uno de los lugares más auténticos de Madrid, y que por él van pintores, poetas y cineastas de la pomada. No se sabe de ningún bar en el mundo que haya sobrevivido a la etiqueta de auténtico por un gran periódico de yuppis como el San Francisco Enquirer. El día que apareció la noticia los camareros se mesaban la cabeza con la desesperación de quien recibe una carta de despido. Es que eso era. Lo que sucederá está perfectamente previsto: mañana mismo comenzarán a llegar turistas intelectuales en busca de lo auténtico -llevarán bajo el brazo los relatos de los escritores de la guerra que lo evocan-, y luego autobuses. Para entonces no quedará nadie de la vieja parroquia. La taberna vivirá un tiempo en los circuitos de las agencias de viajes que acarrean jubilados, y pagará una comisión para que bajen a los viejecitos a comprar postales y hacer pis. Esta etapa final durará un par de veranos, todo lo más. Luego tendremos un nuevo banco.
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