Nos fascina la ONU
¿Qué tendrá la ONU que, a pesar de sus desastres, nos sigue encandilando? Se estrella una Y otra vez en las misiones más complejas que se le encomiendan (sospecho que porque nadie más las quiere), y todos hacemos escarnio de ella, pero cuando se trata de buscar quien nos saque las castañas del fuego de algún lío internacional, nos volvemos hacia Nueva York como lo haríamos hacia una vieja amante, pidiendo su consuelo e intervención. En el fondo, las Naciones Unidas son el espejo de nuestra impotencia: nos enfrentamos a título individual, es decir, sin hacer nada más que comprometer nuestro horror, con la locura de la ex Yugoslavia o con la de Somalia o con la de Ruanda, y no sabemos cómo hacer estado público de nuestro compromiso humanitario. Y entonces exclamamos: ¡que se haga cargo la ONU! ¿Cómo es posible que no haga nada? ¿Para qué está?La búsqueda de una organización internacional que fuera capaz de establecer y regir un nuevo orden internacional, es decir, de excluir la guerra como solución, de enmendar las injusticias y de castigar a los culpables de cualquier desaguisado, es cosa que ya tiene tres cuartos de siglo. La humanidad sale de cada guerra con el apasionado deseo de no repetir y busca cualquier solución razonable para conseguirlo. No se da cuenta de que en este comercio no hay solución razonable para conseguirlo. No se da cuenta de que en este comercio no hay solución razonable, claro, y de que no vale la buena fe de unos cuantos. Creada la Sociedad de Naciones después de la I Guerra Mundial, todo funcionó a pedir de boca hasta que se planteó el primer problema serio: la autoridad de la Sociedad de Naciones se derrumbó entonces como un castillo de naipes.
Y, desde la fundación de su heredera -la ONU-, en 1944, todo, conspira contra ella: hasta finales de los ochenta fue la guerra fría que impedía entrever siquiera cuáles debían ser las soluciones justas, perdido como estaba el organismo en enfrentamientos y cinismos ideológicos. Luego (y siempre) fue la resistencia de los Estados miembros a renunciar a parcelas importantes de su soberanía -como la de ceder la autoridad sobre el propio ejército si era requerido para intervenir en conflictos indiferentes- y la resistencia a meterse en asuntos en los que no tienen interés estratégico político o económico. Ayudar al desarrollo del Tercer Mundo, cuidar de los niños, facilitar el comercio y fruslerías por el estilo, bien. Pero ¿gestionar la paz? La paz, piensan los Gobiernos, es algo demasiado serio para dejárselo a un organismo tan ineficaz como la ONU. Y con ese razonamiento la tienen herida de muerte.
Puede que lo que le pase a la ONU es que no tiene en cuenta el egoísmo de los países y que cree que es posible hacer compatible el ideal de la paz con la razón de Estado. Hasta que llega el momento de intervenir en la ex Yugoslavia.
La buena fe de la ONU ha sido burlada en Gorazde: tras lo que ha pasado allí, parece evidente que, frente a un delincuente que juega sucio, no es posible aplicar limpiamente las reglas del juego para pretender la paz. No es práctico enseñar los dientes y luego comportarse razonablemente reteniendo la acción para no comprometer la vida de 62 rehenes -cascos azules y observadores- raptados por los serbios.
Por consiguiente, algo falla en el razonamiento que pretende hacer de Naciones Unidas un instrumento con el que imponer la paz o el cese de hostilidades. Los ejemplos de Somalla y de Bosnia, con todo lo que han tenido de bueno, tienden a demostrarlo. Y, sin embargo, por mucho que todos gritemos al unísono denostando la ineficacia de la ONU, cuando se nos pregunta qué queremos hacer con el desastre en que tenemos sumido al planeta, exclamamos que no cabe más que reformar aquélla. No concebimos otra cosa. Pues que los Gobiernos tomen nota: la idea es insustituible, y ellos son los que la tienen prostituida.
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