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Aceptado, admirado, ¿sobrevalorado?

En su libro La cultura de la queja, el siempre brillante y a menudo impertinente Robert Hugues define a Robert Mapplethorpe como un fotógrafo hábil, de un clasicismo un tanto cursilón y definitivamente sobrevalorado por la crítica. Su relación con "fue escasa. Cuando se requirió su colaboración para un catálogo del artista, declinó la oferta argumentando que su mundo y el de Mapplethorpe no tenían nada en común; y que si bien no se oponía a que un hombre orinara en la boca de otro y un tercero lo fotografiara, no por ello tenía que ser él quien se dedicara a aplaudir la experiencia.No resulta difícil compartir la opinión de Hugues, y eso no le convierte a uno en un timorato. Mapplethorpe, ciertamente, fue un buen fotógrafo cuyo mundo ni está ni tiene por qué estar al alcance de cualquiera. Como Bruce Weber o Herb Ritts, otros dos excelentes retratistas del cuerpo masculino, Mapplethorpe no fue un genio, sino alguien que hacía bien su trabajo, cosa que le llevó pasar de buscavidas fotógrafo de la jet set. Esos retratos, tan correctos y elegantes como los de lord Snowdon, le hicieron ganar mucho dinero y demostraron que las tragaderas de la sociedad contemporánea son enormes: a todo ricachón de Park Avenue le daba mucho morbo dejarse fotografiar por un tipo turbio y promiscuo con pinta de chulo que, en sus paseos por el lado salvaje del arte, retrataba personajes en erección, ya se tratara de negros de dos metros o de inocentes florecillas.

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La sociedad aceptó a Mapplethorpe como aceptó a Warhol y a tantos otros artistas llamados, en principio, a no salir nunca de la marginalidad. Que algún carca se enfade de cuando en cuando con sus fotos resulta irrelevante y, además, políticamente incorrecto: la fundación que el artista creó un año antes de su muerte no para de ayudar a gente de mal vivir y peor morir.

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