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La monja que narró el horror vuelve a casa

Pilar Díez Espelosin dice que no había fuerza humana que detuviera a los agresores

Enric González

Fue, para España, una voz llegada desde el horror. Pilar Diez Espelosín, monja con 22 años de misión en Ruanda, permaneció durante días sentada al teléfono del pequeño hospital de Kibuye. Narraba serenamente lo inenarrable: la matanza de sus vecinos, de sus enfermos, la muerte a punto de alcanzarla a ella misma y a sus compañeras. Ayer llegó a Madrid, fin de trayecto de un largo viaje que comenzó el martes en el corazón de África. La penúltima escala del trayecto fue París, donde evocó su odisea."Hemos salido del horror", dijo. Las últimas jornadas en Kibuye fueron un largo esperar a una muerte que parecía inevitable. La brutal guerra étnica entre la mayoría hutu y la minoría dominante tutsi había llegado al interior mismo del hospital, a 140 kilómetros y cinco horas de carretera de Kigali, la capital de Ruanda. Los enfermos eran rematados a golpes.La hermana Espelosín y sus dos compañeras, Amparo Muñoz y Margarita Banch, monjas de la congregación Madres Misioneras de Jesús, María y José recibieron la extremaunción el lunes. "Yo estaba siempre pegada al teléfono, atendiendo las llamadas de los medios de comunicación. La verdad es que los periodistas nos tenían la línea bloqueada. Me puse una silla junto al aparato y ahí pasaba las horas, mientras mis compañeras suturaban a los heridos. Ellas, pobres, no dormían nunca. Yo sí podía tenderme un rato por las noches, pero era dificil conciliar el sueño. Por los temblores, ¿sabe? No había forma de no temblar".

El de la hermana es un relato monocorde, llano, sin aspavientos. En torno al hospital, en todo el país, el furor de los hutus acababa con todo. Las monjas habían visto ya, otras situaciones terribles, otras guerras. Pero no como esa.

"No había fuerza humana que les pudiera parar. Pero no vayan a pensar que eran todos los hutus, no, sino parte de ellos. Algunos estaban tan asustados como los propios tutsis. Bandas de jóvenes hutus bajaban a las poblaciones para reclutar soldados a la fuerza y muchos no querían participar en la carnicería. Venían a nosotras y, para ayudarles, les diagnosticábamos enfermedades", comentaron.

Mientras tanto, los cabecillas de los hutus y las tres monjas españolas se mantenían en contacto a través de una ventana. Las hermanas hicieron auténticos equilibrios linguísticos para salvar a sus refugiados sin tener que mentir. No se les abría la puerta, por elemental precaución. Ayer, la hermana Díez Espelosín afirmó que ellas nunca se sintieron amenazadas. Otra cosa decía el lunes, cuando se declaraba "preparada para morir". Pero ella misma explicó que había que ser muy prudente ahora, ya fuera del infierno, y que no podía referirse a ciertas cosas. "De lo que digamos nosotras puede depender la suerte de personas que han quedado allí, compréndanlo".

Las monjas abrieron por fin la puerta, e intentaron negociar con los hutus. "Michel, ¿25.000 por dejarnos tomar la carretera?" El cabecilla Michel dijo que sí por la mañana, pero volvió por la tarde y dijo que no, que todo el dinero que tuvieran. Unos 50.000 francos ruandeses. "Si no, las mato". "Pero entonces nos quedamos sin nada, y tendrás que prestarnos algo para el viaje". Y Michel aceptó. "Nos metimos 22 personas en un Nissan Patrol con una mujer de parto".

Las tres hermanas se unieron a una comitiva que avanzaba sobre el barro, protegida por paracaidistas belgas. Al llegar al río, prosiguieron viaje en una barcaza. Siempre hacia el sur, hacia la tranquilidad de Burundi. En la frontera, un último susto. "En el paso fronterizo nos dimos cuenta de la animadversión terrible de los hutus hacia los belgas", sigue contando la monja. Pero el grupo pasó, y llegó a una misión de carmelitas españolas.

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