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Un honor

Nuestra idea fija dominante es que las cosas estaban bien hasta que empezaron a ponerse mal. Pero es que las cosas empiezan mal porque cuando las cosas están bien, no empiezan. Se quedan donde están. Decir que las cosas empiezan mal es una redundancia, porque empezar por sí solo ya es catastrórico. Pero al menos es un comienzo. Algo que contar. Y si pudiéramos elegir entre ser felices o tener algo que contar, ¿qué elegiríamos? ¿Hay desdicha comparable a no tener nada que contar? Encontramos las palabras casi en el mismo momento en que perdimos la felicidad; pero, ¿se puede reencontrar la felicidad sin perder de nuevo las palabras? En cualquier caso, hemos empezado, o sea que, como es sabido, somos hijos de la catástrofe. Hasta ahora, este acontecimiento inaugural nos había sido relatado en la versión mítico-poética proporcionada por la religión. La caída angelical cuyo efecto dominó de índole teológicomoral desencadenó la posterior caída de todo el fichero humano. La ciencia registra hoy en sus archivos geológicos la versión profana y secular de esa catástrofe y nos la traduce a su lenguaje científico-lapidario como la caída meteórica de una monumental pedrada. Un gesto de amor cósmico un poco rústico que recuerda las costumbres eróticas de olvidadas arcadias rurales, donde las mujeres expresaban a pedradas su amor a los forasteros. La que te abría la cabeza de una pedrada tenía todo el derecho a pasar la noche contigo lamiéndote la herida. Indispensable moneda de pago de consumos si se quería atravesar el fielato erótico del pueblo sin quebrantar susceptibilidades. Pero, dejando a un lado estas digresiones, lo que me interesa es realzar la idea de filiación vinculada a la de catástrofe. Somos hijos de la tierra gracias a una catástrofe; y en otra escala nos hacemos hijos de un lugar gracias a algún pequeño percance. Porque los lugares tienen sus propios medios de apropiación. Pero nunca sospeché hasta qué punto un pequeño accidente ridículo puede asimilarte a una ciudad. Es suficiente que un perro levante su patita sobre tu zapato, mientras charlas amistosamente con su dueño, para que espacializado y territorializado y jalonado por la hez canina, acabes de pertenecer definitivamente a una ciudad con tanto derecho como las aceras que sostienen a sus habitantes. Y no a cualquier ciudad, sino a ese Madrid canino que urden secretamente los perros con sus regueros de pis. Un honor.

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