Cuba: farsa en abril
En abril, el señor Roberto Robaina, flamante ministro de Relaciones Exteriores, va a reunir en La Habana a un variopinto grupo de cubanos radicados en el exterior para que comparezcan en el país a título personal. Dada la gravedad de la situación, el temario es escasamente importante. Aunque Cuba desfallece a lomo de bicicleta, sin otro combustible que echarle a la maquinaria humana que un poco de fécula y agua con azúcar, van a chacharear amigablemente sobre la frecuencia de las visitas de los exiliados a la isla, los precios de los pasajes y alguna que otra minucia colateral.Aun cuando las encuestas secretas del Ministerio del Interior reflejan un rechazo general al Gobierno del orden del 80%, el tema político no será abordado. No se hablará del grave asunto de las cárceles atestadas de disidentes, o de las golpizas y acoso constante a los adversarios. No se discutirá la espantosa situación interna del país. El señor Robaina ya lo ha dicho con desafiante claridad: no se trata de un debate a fondo encaminado a examinar los problemas reales del país, y mucho menos de unas negociaciones concebidas para escuchar o proponer soluciones o cambios de rumbo para una sociedad que agoniza sin remedio. Por eso, Eloy Gutiérrez Menoyo -que es una persona seriamente comprometida con la libertad de Cuba- decidió no acudir y se limitará a enviar a un silencioso observador. Es sólo un extravagante ejercicio retórico. Una amable tertulia con Varadero de telón de fondo y el acompañamiento musical de las muchachas de Tropicana, hoy peligrosamente estilizadas por el periodo especial, nombre eufemístico con que se le llama al hambre en esa desdichada nación del Caribe.
Bien: surgen tres preguntas inevitables. La primera resulta obvia. ¿Para qué el Gobierno cubano organiza esta extraña farsa? Lo que, enseguida, nos precipita a la segunda interrogante: ¿para quiénes monta el tinglado? Y por último: ¿estamos ante un proyecto autónomo de Castro, diseñado por el Ministerio del Interior y ejecutado por el de Relaciones Exteriores, o se trata de la puesta en escena de un guión sugerido por otros?
Veamos. El objetivo de la farsa es múltiple. Castro, hacia dentro y -sobre todo- hacia afuera del país, quiere transmitir la sensación de que algo está cambiando en Cuba. Quiere insinuar que el deshielo ha comenzado. Quiere pasar gato por liebre, vendiendo la imagen de una trucada apertura política, tramitada con una falsa oposición que ni pretende ni puede -como les corresponde a las oposiciones reales- influir en el curso de los acontecimientos o tratar de sustituir al Gobierno en el ejercicio del poder, porque ha sido convocada como comparsa y no para desempeñar papeles principales.
El para qué de esa burda maniobra nos lleva de la mano tras la pista de otros múltiples engaños. Castro necesita darles municiones a quienes, fuera de Cuba, quieren ayudarlo a poner fin al embargo. Un régimen tercamente estalinista, que no haga un guiño democrático, aunque sea una pequeña mueca, no es defendible en ningún foro. Para pedirle a Washington que levante sus sanciones hay que poder decir que las cosas en Cuba están cambiando, que el régimen da pasos en el buen camino. Hay que ensayar un ademán ligeramente diferente.
Algo parecido ocurre con los siempre cautelosos inversionistas. La farsa de abril va dirigida a ellos, que permanecen a la incómoda espera de signos de normalización política antes de llevar sus caudales al incierto avispero cubano. La foto de Robaina en la Bodeguita del Medio, rodeado de exiliados sonrientes, impregnados de frijoles negros y yuca frita, tiene cierto gancho subliminal. De acuerdo: es una señal débil, pero lo fundamental es poder decir, sotto voce, que comienza a despejarse la mayor fuente de incertidumbre de cuantas afectan a la revolución: cómo y hacia dónde va a transmitirse la autoridad cuando Castro desaparezca de la escena. Si pudiera demostrarse que ya coexisten el poder y la oposición dentro de unas reglas de juego, y si los gringos, aparentemente, dan el visto bueno y se proponen levantar el embargo, detrás del comandante no tiene por qué venir el diluvio. Puede venir otra cosa más o menos aceptable y paulatinamente organizada. Ése es el mensaje que quieren oír los inversionistas. Ese es el espejismo que les pretenden vender.
Pero hay más: no sólo se trata de reforzar a los cabilderos del antiembargo y de embaucar a los inversionistas con la falsa promesa de una estabilidad de cartón piedra y utilería. El auditorio es muchísimo más abarcador. La farsa de abril también va dirigida a que las cancillerías y las instituciones políticas de Occidente -el Parlamento Europeo, el latinoamericano, el FMI- muerdan el anzuelo y proclamen su alivio y comprensión ante el supuesto cambio de dirección. Eso debe traducirse en créditos, obsequios y toda clase de dádivas. ¿Cómo negarle la llave de la despensa al hijo pródigo que comienza a rectificar sus errores? "Es un primer paso", dirá en voz baja Roberto Robaina, con gesto cómplice y el sombrero invertido para pasar el cepillo en todas las ventanillas donde dispensan limosna en el planeta. Y ese mismo mensaje lo van a repetir ad infinitum los personeros del Gobierno, a diestro y siniestro, con un lenguaje deliberadamente ambiguo, sembrando la ilusión de que vendrán otros cambios más audaces... cuando lo permitan las circunstancias.
¿Quién escribió la letra de esta comedia del absurdo? Como en todas las obras fallidas, hay varios autores. Hay varias manos. Obviamente, el Ministerio del Interior de Cuba es el primer responsable, pero el tema fue sugerido por voces interesadas en la democratización de la isla. Voces que, pacientemente, les han explicado a Roberto Robaina y a Carlos Lage, a Ricardo Alarcón y a Ramiro Abreu, al gallego Fernández y a Alfredo Guevara, incluso al propio Fidel Castro, que era imposible revitalizar la economía, componer las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, o reinsertar -ésa es la palabreja clave- al país en Occidente, si antes no comenzaba una suerte de pluralismo político o -por lo menos- se iniciaban unos vestigios de conversaciones serias entre Gobierno y oposición que demostraran que había llegado la hora del cambio.
Detrás de esa estrategia ("poner un pie en la puerta", decían) estaban -y están- algunos políticos, funcionarios, diplomáticos y politólogos norteamericanos, casi todos vinculados a lo que se llama el interamerican dialogue. Tampoco faltan ciertos miembros del Gobierno de Felipe González y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y -en menor medida- de las cancillerías de Colombia y México. Naturalmente, la intención de estas personas o de estos Gobiernos no era perpetuar la tiranía, sino crear las condiciones para una transición gradual y pacífica hacia la libertad y la democracia en Cuba, pero Castro -otra vez- les ha tomado el pelo. La farsa de abril es demasiado tosca para ser creíble. Nadie va a tomarla en serio. La verdadera oposición política -interna y externa- apenas tendrá que esforzarse para deslegitimarla en todos los foros. Robaina y sus amigos pronto van a descubrir que cuanto han hecho resulta perfectamente inútil.
¿Qué ocurrirá después de abril? Casi nada. Aumentará la represión en la misma medida que aumenta la penuria. El embargo seguirá vigente. Los inversionistas permanecerán esperando mejores tiempos. Las coristas de Tropicana continuarán adelgazando y la nación se irá hundiendo, milímetro a milímetro, hasta que esa soberbia clase dirigente entienda que sólo hay una forma de enderezar el país: abrir cauces reales de participación ciudadana y buscar en las urnas el rediseño del Estado y el fin de la crisis. Pero para eso el señor Robaina tiene que comenzar a hablar en serio con la oposición política seria. Y parece que todavía no le ha llegado el momento. Es una lástima, porque no están ganando tiempo. Lo están perdiendo miserablemente.
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