Pistolas de ojos rasgados
La policía libra en Madrid una encarnizada guerra contra las herméticas triadas de la mafia china
El Ford Probe azul metálico brillaba a la puerta del infierno. Lo hacía sin levantar sospechas, pese a que de él salía todos los días una de las garras que la mafia china ha clavado en el corazón de Madrid, es decir, una mujer de dulce acento oriental a la que llamaban La Pili y que, con cuatro saltitos, se sumergía en la nave de 200 metros cuadrados de la calle de Ramón Calabuig, número 50, en Vallecas. Cuatro saltitos que eran como atravesar el túnel del tiempo: sus ojos rasgados gobernaban un taller de confección clandestino donde 11 jóvenes, cuatro niños y una mujer embarazada revivían en el Madrid de 1994 el pasado más negro de la explotación. Material humano ilegalmente importado de China que era sometido a un encierro salvaje con jornadas de 18 horas de trabajo bajo amenazas continuas, dentro de un cubículo sin ventilación, ni luz, ni aseo.El pasado 17 de marzo, al tercer saltito, La Pili fue detenida por la Guardia Civil. En la operación cayeron en Madrid otros ocho talleres y 63 chinos. Entre ellos el jefe de la red, un chino legal con Mercedes, escolta y restaurante, al que asistían en sus tareas de rapiña siete hombres y otra mujer. Y el pasado jueves la policía asestaba otro golpe a la mafia china al destapar en la capital de España cinco talleres y capturar a 47 inmigrantes orientales. En total, 14 talleres reventados y 110 arrestados en una semana. Escaramuzas de una encarnizada guerra iniciada hace poco más de un año y en la que ya se han librado 12 redadas y detenido a 711 chinos.
Pero el dragón sigue coleando. Los detenidos no hablan. Frente a los mensajes tranquilizadores de la Dirección General de Policía -"sólo hay tentáculos menores de redes que tienen su epicentro en Europa central y oriental"-, los agentes de Documentación de Madrid saben que se han topado con un monstruo que no para de crecer. Un dato. Si en 1992 se registraron 26 solicitudes de asilo de inmigrantes chinos, la cifra ascendió en los cinco primeros meses de 1993 hasta 701. Y lo que es mas llamativo, la práctica totalidad carecía de pasaporte y debía su presencia en Madrid a la mafia china. De hecho, esa carne arrancada de donde nace el sol es el alimento que ceba sus cuentas, el combustible de una organización rodeada de brumas que se halla en fase de expansión.La policía sostiene que en Madrid han clavado sus zarpas ál menos seis redes de envergadura dedicadas a importar ilegalmente hombres y mujeres de China, extorsionar a sus compatriotas y blanquear el dinero en restaurantes, talleres de confección, lavanderías y laboratorios de fotografía. Estas organizaciones secretas, que suman aproximadamente 150 efectivos, son las temidas tríadas. Bandas cuyo origen se remonta a la grupos patrióticos que lucharon en el siglo XVII contra los emperadores manchúes y que emplean códigos de comunicación secretos.
En este manto de oscuridad, ahondado por el juramento de fidelidad que prestan sus integrantes, la policía apenas se ha adentrado, tan sólo atisba que sus movimientos en Madrid obedecen a los designios de un único cabecilla, el legendario Gran Tío, un jefe de jefes que, á su vez, recibe órdenes del Gran Dragón -presumiblemente repantigado en un rascacielos de Hong Kong-, el hombre que mueve los hilos de una trama internacional oculta bajo la ley del silencio. Ésa es una de sus armas.
Un mutismo que nace a 9.000 kilómetros, en Zhejiang y Fujian, provincias orientales de China, de donde parte la mayoría de los inmigrantes. Ilegales porque, según los investigadores, la restricción española en la concesión de visados les empuja -en un país de 1.500 millones de habitantes donde las autoridades fomentan la emigración- a los brazos de las mafias chinas que controlan la salida al extranjero.
Para este trasiego las organizaciones disponen de agentes en todas las escalas. De ahí el muro de silencio. La denuncia de un chantaje en Madrid implica la represalia contra un familiar en China.
A cambio, la organización ofrece una llegada casi segura al punto de destino. No les falta imaginación. Saltan a Hong Kong y arriban a la capital de España por las más sorprendentes vías: desde el altiplano boliviano, haciéndose pasar por nativos indios; desde Tánger, en pateras; desde Portugal, por pasos naturales, y desde Moscú y las capitales del Este, por carretera.
El viaje puede costar entre las 800.000 pesetas y los tres millones, una fortuna para los ciudadanos de un país con un producto nacional bruto per cápita 30 veces inferior al español.
Con el precio del billete, la mafia forja el primer eslabón de la cadena de esclavitud. El chino que ha escogido este camino queda endeudado con la organización.
El dinero, una vez alcanzada la capital, deberá devolverlo con su trabajo. El impago se cobra con la paliza; el triunfo, con la extorsión. El inmigrante ilegal, al que le han retirado el pasaporte falso que le proporcionaron para entrar en España, es metido en uno de múltiples pisos que la banda posee en Madrid, generalmente en las zonas duras del sur. Calles estrechas, techos bajos. Se trata de cuevas donde se hacinan en espacios inferiores a los 40 metros decenas y decenas de chinos asustadizos. No hablan castellano. Sin documentos, pisan la acera como una plancha ardiendo. La organización, el Gran Tío, les vigila. La ciudad les resulta extraña. Pasados unos días, son conducidos a talleres o restaurantes. La cadena se pone en marcha.La tríada controla de cerca el proceso de producción. Para ello, según las investigaciones policiales, las bandas han desarrollado una férrea estructura. Dentro de cada grupo -compuesto por 25 a 30 personas cada uno se distinguen tres especialidades: los pasadores o cabezas de culebra, los falsificadores y los extorsionadores.
Estos últimos se dedican, armas en mano, al cobro del impuesto de seguridad a locales legales, a las extorsiones y al secuestro. También resuelven las disputas internas. Entre sus cometidos se incluyen el amedrentamiento y las palizas, una práctica parecida a la de sus homólogos suramericanos -los tigres, quienes en Madrid cortan una oreja o un dedo por 100.000 pesetas y propinan una paliza por 50.000. En poder de estos carniceros chinos la policía ha descubierto pistolas con silenciador y navajas de doble filo.
Los escarmientos, ante la desesperación de la policía, se dirimen siempre en familia. Sólo en raras ocasiones saltan a la luz y entonces manchan de sangre los titulares, como en el reciente caso del chino mortalmente apuñalado en el restaurante chino Tian An Men, situado en la calle del Doctor Esquerdo, 199. En el sótano, ocultos bajo placas de escayola, se hallaron 30 documentos falsos listos para ser entregados a los inmigrantes. Pero lo más importante, la imprenta, no fue descubierto.
Ésta es una de las pesadillas de la policía: la facilidad con la que crean pasaportes, permisos de trabajo y de residencia, que luego sacan al mercado por el precio mínimo de medio millón de pesetas. Unos documentos a los que la organización saca el máximo jugo. Aquí entran en juego los cabezas de culebra, aquellos que se dedican exclusivamente al paso de inmigrantes. Proporcionan los pasaportes falsos y acompañan a los clientes durante el viaje. Al llegar a Madrid, les retiran los documentos, que, tras el cambio de fotos, son asignados a otro lote. Esto explica también por qué más de una vez en la estación de Chamartín la policía, al detener a un sospechoso, ha descubierto en sus bolsillos los documentos de los otros 10 compatriotas que le siguen a escasos metros.
Cabezas de culebra, extorsionadores, matones, falsificadores, cabecillas como La Pili; el sindicato del crimen chino se extiende por Madrid. Los últimos informes señalan que ha ampliado su campo de operaciones a la prostitución, al tráfico de heroína y al juego clandestino. Los casinos -como el de la calle de Hernán Cortés, 12, en Madrid- se ocultan en las partes traseras de restaurantes. Su entrada está reservada a los socios chinos y, a veces, filipinos y tailandeses. Dentro les aguarda el prestamista de la organizacion, quien fía a cambio de intereses leoninos. Del cobro de la deuda se encargan los matones. Se cierra entonces otro eslabón de la cadena. La misma que mueve el esclavo sumergido en los tugurios clandestinos. Una persona, ahogada en un impenetrable mundo subterráneo, al que la denuncia le supone, en el mejor de los casos, la expulsión, y en el peor, la muerte lenta. Nunca hablan, aunque sean detenidos. Es la ley del terror. Hombres y mujeres explotados en cuevas de 10 metros cuadrados, como la descubierta en la calle del Capitán de Oro. Allí, presididos por el cartel de una rosada vaca de grandes urbes, los inmigrantes -"muy flaquitos y casi sin ropa", en palabras de quienes les vieron- dormían en colchonetas recogidas de escombreras, comían de pie y andaban sobre telas. Del silencio de bombilla no emergía ninguna queja, sólo el susurro, 24 horas al día, de las máquinas de coser camisas para señoras blancas. La calle la pisaban casi exclusivamente para cargar las furgonetas que luego llenaban almacenes de los empresarios españoles que los habían subcontratado. Blusas por 500 pesetas. Ése es el precio del terror: hoy mismo y en cualquier tienda. El beneficiado puede lucir ojos rasgados, Ford azul metálico y navaja de doble filo.
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