Unió Europea: entre la necesidad y el temor
Hoy más que nunca la crisis es mundial, está ligada a transformaciones tecnológicas que borran las fronteras entre Estados y dificultan la actuación de los Gobiernos establecidos. Ya no hay problema alguno que no esté adoptando un cariz internacional: la actividad y el empleo, por supuesto, ligados a la dinámica de la descentralización de la producción y de los intercambios; el medio ambiente, evidentemente, amenazado por una contaminación que no sabe de fronteras; también el derecho al trabajo, amenazado por la competencia de los países de salarios bajos; hasta la seguridad en nuestros barrios, estrechamente ligada al tráfico internacional de drogas.En estas condiciones, situar las decisiones a nivel europeo cada vez que de ello dependa su eficacia resulta para países como Francia, España y sus vecinos una necesidad evidente. Pero, al mismo tiempo que la crisis se manifiesta como mundial, más palpable que nunca es también entre los ciudadanos la tentación de encerrarse en sí mismos, en lo conocido, en lo cercano. Ante la incertidumbre del futuro, crece el miedo a perder la propia identidad, lo que llevado al límite desemboca a veces en reacciones racistas y nacionalismos exacerbados, llegando como en la antigua Yugoslavia a prácticas fascistas que creíamos desaparecidas para siempre. Y entonces la propia Europa, sin embargo tan próxima, se percibe a veces como inquietante, incomprensible, alejada de las preocupaciones reales de la vida de la gente.
En esta contradicción entre la necesidad y el temor de Europa, entre la necesidad de una Unión Europea más sólida y el temor a que esta unión sea demasiado indiferente a los hombres, es donde se encuentra hoy en mi opinión el principal desafío que afrontan los responsables políticos de nuestro continente. Por mi parte, considero que la respuesta de quienes luchan por un mundo a la vez más libre y más justo debe ser no renunciar a Europa, sino cambiar Europa. Cambiar Europa significa, pues, en primer lugar, proponer prioridades lo bastante claras como para que susciten una nueva adhesión y un nuevo impulso. Me referiré a tres.
Primera prioridad. La Europa del mañana debe ser ante todo política y voluntaria, y no simplemente económica y mercantil. Si nos centramos para empezar en el problema esencial del empleo, ¿quién puede creer a estas alturas que un mayor liberalismo, por mucho que éste se estableciera, como proponen hoy algunos, a nivel mundial, traerá una reducción del paro? El retroceso del paro está vinculado en primer lugar a la tasa de crecimiento, y ésta debe incentivarse, para evitar desequilibrios exteriores, a nivel europeo. Es necesaria a este respecto una intervención pública decidida, a través de las grandes redes europeas de transportes y comunicaciones, así como del gasto destinado a la mejora de nuestras condiciones de vida en nuestras ciudades y en nuestros suburbios.
Pero el retroceso del paro consiste también en crear los nuevos puestos de trabajo de proximidad y solidaridad que la desarticulación de nuestras sociedades modernas exige. Cuidar de los ancianos, ayudar a los niños en sus deberes, conservar el medio ambiente: el mercado por sí solo no hará que aparezcan estos empleos, y el dinero público necesario para su creación implica que se frene la presión internacional orientada a una reducción de los impuestos, lo que supone un acuerdo al menos al nivel de la Unión Europea. Por último, teniendo en cuenta los progresos actuales de la productividad, el retroceso del paro supone sin duda también reanudar la reducción de la duración de la jornada laboral.
Trabajar menos para que trabajen más personas no es un objetivo carente de realismo, en la medida en que más allá de la ley la negociación contractual tiene pleno protagonismo. Y el proceso puede así llevarse a cabo sin afectar más que a los ingresos más elevados. Pero también aquí, por supuesto, las gestiones paralelas de los diferentes países europeos facilitan el cumplimiento de la tarea. La lucha por el empleo implica también que la Unión Europea sepa defenderse con armas iguales a las de Estados Unidos y Japón, ya que están en juego sus intereses comerciales.
Otro ejemplo en que el voluntarismo se impone: el de la paz. En estos momentos es muy frecuente que la juventud de Francia reproche a Europa el no haber sabido atajar a tiempo el renacimiento de los nacionalismos yugoslavos y el drama de la purificación étnica iniciada por los serbios. Pero ¿cómo iba a poder reaccionar a esos dramas una Europa que hace sólo cinco meses no era más que una Comunidad Económica? El mercado no es una respuesta a la violencia. Contra la barbarie, a veces hay que saber hacer uso de la fuerza, o al menos de la amenaza que ésta entraña y que debe entonces ser creíble. A los socialistas no les gusta mucho hablar de estas cosas: pero yo digo que hay que establecer una política exterior europea para desplegar en otras ocasiones -y temo que las haya- la diplomacia preventiva necesaria. Y también hay que establecer una defensa europea, capaz de enviar, previa decisión de Naciones Unidas, por supuesto, los miles de hombres que se requieran para mantener la paz e incluso, si resultara necesario, imponerla. Volver a quedar paralizados una vez más, sencillamente porque Estados Unidos no quiere hacer nada, sería inaceptable.
Segunda prioridad. La Europa del mañana debe fijar reglas y no sólo ocuparse de la liberalización; debe proteger a sus ciudadanos y no sólo exacerbar a toda costa la competencia. Decir que Europa debe ser ante todo política puede contribuir a mejorar el empleo y a mantener la paz. Pero, en un sentido más profundo, conviene definir al servicio de qué valores va a ponerse la voluntad política. Ya he aludido a la libertad y a la justicia. En la Unión Europea, la libertad está hoy sensiblemente mejor protegida que en otros contextos. Pero, en materia de justicia, nuestra sociedad tiende a degradarse, y creo que nuestra palabra clave para el futuro debe ser solidaridad.
Europa social, urgencia social, proclama el manifiesto europeo del Partido Socialista francés: creo que tiene mucha razón. ¿Cómo vamos a aceptar una noción de Europa en la que la competencia económica sin límites lleve a las empresas a enfrentar a los trabajadores de un país contra los de otro, en la que la insuficiente coordinación en materia de medio ambiente haga que los consumidores de un país se alcen contra los de otro, en la que la impugnación de los servicios públicos nacionales sin que se establezcan
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