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El gallo se despereza

No hay estado de gracia que cien años dure. Lo que está ocurriendo en Francia vuelve a probarlo. Francia se está despertando tras casi un año de anestesia política y social; sus reflejos empiezan a funcionar de nuevo. Ello se manifiesta en las masivas manifestaciones callejeras y en el descenso en la popularidad de Édouard Balladur. Por primera vez desde su llegada a Matignon, el primer ministro cuenta con la confianza de menos del 50% de sus compatriotas.Como ahijado político de Georges Pompidou, Balladur está obsesionado con la idea de que le organicen un nuevo mayo del 68. La Francia que heredó de los socialistas -con un paro en crecimiento acelerado, una profunda duda sobre la identidad nacional, el ascenso de los movimientos corporativistas en respuesta a la decadencia sindical y un enorme desencanto ciudadano por los fenómenos de corrupción política- contenía los gérmenes de una explosión social. Durante meses Balladur logró adormecerlos aprovechándose de la desmovilización de la izquierda y utilizando a fondo sus propias cualidades personales: la cortesía, el talante centrista y negociador, la franqueza a la hora de plantear la gravedad de la situación y la inexistencia de fórmulas mágicas para resolverla.

Con Balladur llegó a Matignon lo mejor de la derecha civilizada francesa. Funcionó, hasta el punto de que empezó a hablarse del milagro Balladur. Pero, como sabía el propio primer ministro, la realidad terminaría imponiéndose a la anestesia. Y uno de los aspectos de la realidad francesa es que, aunque la envuelva en algodones, la política de Balladur es de derechas. De derechas son sus medidas de control de la inmigración. De derechas fue la pretensión de abolir la ley Falloux y romper así el equilibrio entre la escuela privada y la pública en beneficio de la primera. De derechas es su actual proyecto de establecer un salario mínimo específico para los jóvenes.

"Sólo cuando gobierna la izquierda, alguna gente puede decir que ya no hay diferencias entre la derecha y la izquierda", declaró Michel Rocard a EL PAÍS el pasado junio. Para comprobar que siguen existiendo diferencias, los franceses han tenido que ver a los socialistas fuera del poder. Para abordar una profunda tarea de regeneración interna, esos socialistas han tenido que sufrir una severa derrota electoral. Pero a tenor de lo que está ocurriendo -abandono de la arrogancia; recuperación del espíritu autocrítico; vivo debate sobre nuevas concepciones políticas, ideológicas y organizativas; apertura de un diálogo con los ecologistas, los comunistas renovadores y los militantes de la acción humanitaria como Bernard Kouchner-, nada le sienta mejor a un gran partido de izquierdas que una cura de oposición.

Rocard se hizo con el timón del navío socialista francés cuando prácticamente naufragaba. Lo tenía muy difícil: los franceses estaban fascinados con Balladur y ni querían oír hablar de unos socialistas que tanto les habían defraudado. Hoy, las cosas le van algo mejor. Los socialistas obtuvieron buenos resultados en las dos últimas legislativas parciales. Y vuelven a pisar sin complejos los adoquines de París. Lo hicieron contra el intento de abolir la ley Falloux; lo hacen ahora contra el salario mínimo juvenil.

La izquierda francesa sigue en estado de convalecencia. Es muy probable que no haya terminado su travesía del desierto en la primavera de 1995, en el momento de la elección presidencial. La derecha sigue teniendo el Elíseo al alcance de la mano, y dentro de ella Balladur sigue siendo el mejor candidato. No obstante, Rocard y muchos otros trabajan con las camisas arremangadas en la definición de una socialdemocracia que entierre los mitos decimonónicos y aborde los problemas del siglo XXI. Es una lucecita.

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