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Tribuna:ANTONIO MUÑOZ MOLINA - TRAVESÍAS
Tribuna
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Noticias de un ex país

Antonio Muñoz Molina

Ahora que todo el mundo le ha dado por afiliarse a una nación, a una etnia, incluso a una parcela de secano adecuadamente alambrada y dotada de bandera y de himno, es raro y aleccionador conocer a unos hombres que se han quedado sin país, no ya porque los expulsaran del suyo, sino porque el país al que pertenecían ha desaparecido y porque no hay ningún otro que les ofrezca mejor condición que la de apátridas o la de refugiados. En Madrid, estos días atrás, el Círculo de Bellas Artes, en un formidable decorado de cortinajes, escalinatas y columnas que parecía augurar la aparición inminente del fantasma de la ópera, un grupo de escritores que hasta hace dos o tres años eran yugoslavos, han estado explicándonos cómo se siente uno cuando la barbarie le arrasa el país donde vivía, sumiéndolo en la destrucción y en la muerte, borrándolo del mapa igual que se borra del tejido y de la memoria de una ciudad un edificio demolido hasta los cimientos.A las víctimas de las grandes desgracias tendemos a imaginarlas con algún rasgo de singularidad o exotismo, en parte porque preferimos creer que las grandes desgracias ocurren siempre muy lejos de nosotros y eligen como destinatarios a seres que no se nos parecen. Las víctimas remotas tienen la virtud mixta de ennoblecemos con la simpatía que les manifestamos y de fortalecernos mediante la tranquilizadora constatación de nuestra diferencia: la guerra, la pobreza, el genocidio, como los monzones y las tormentas de arena, suceden en otras latitudes, no en nuestro mismo mundo, no a unos pasos, a dos horas de vuelo desde Madrid, no a gente que se nos parece tanto que podría pertenecer a nuestra propia familia.

Nenad Fiser, un hombre joven, muy delgado, con barba, con gafas redondas, ex profesor de Filosofía en la Universidad de Sarajevo, fuma con caladas breves y ademanes nerviosos y me habla en un tono de escepticismo y desdén sobre la indiferencia delictiva con que los gobiernos europeos han presenciado durante dos años la destrucción de su ciudad y el exterminio lento de sus habitantes. Nenad Fiser es un bosnio musulmán, pero ni en su conversación ni en el discurso que antes ha pronunciado hay la menor complacencia en la idea de pueblo, y menos aún de pueblo oprimido y perseguido. Leía su intervención más bien como un profesor universitario norteamericano, y en el tono académico de sus palabras se notaba un difícil premeditación de serenidad y de ironía, un no rendirse de la inteligencia ante el oscurantismo del horror.

Muy inclinado hacia el micrófono, apoyando enérgicamente los codos en la mesa, el escritor croata Predrag Matvejevic cuenta frente a una sala media desierta y en penumbra la sensación de ser un ex algo, el oprobio de que lo definan a uno no por lo que es, sino por lo que ha dejado de ser: cada vez que Predraj Matvejevic repetía esa sílaba, ex, era como una seca detonación resonando en la bóveda dorada del auditorio, una gran equis de interrogación y de incógnita, el signo de una condecoración inversa que estigmatiza a quienes la llevan, igual que la estrella cosida a las solapas de los judíos en la Europa ocupada hace sesenta años.

Por la Europa turbia y xenófoba de ahora, refugiados como Matvejevic y Fiser llevan como casi único documento de identidad la X de los ex, y cuando sus peregrinaciones los traen a España los testimonios que nos cuentan cobran una doble dimensión de recuerdo y de vaticinio, o al menos de advertencia: recuerdo de lo que muchos de nuestros mayores fueron al final de la guerra civil, ex españoles arrojados a la intemperie del mundo por la intolerancia homicida de sus compatriotas, advertencia o vaticicio de lo que puede ocurrir cuando, en palabras de Matvejevic, la identidad del ser prevalece sobre la identidad del hacer.

Palabras antiguas

En las palabras apasionadas de ese hombre de pelo despeinado y blanco que hincaba los codos en la, mesa y tomaba enérgicamente el micrófono en las manos se traslucía un eco de otras palabras más antiguas, dichas con la simplicidad y la belleza del español de Cervantes: "Nadie es más que nadie si no hace más que nadie, le dice Don Quijote a Sancho. No sólo en su ex país se afanan los más peligrosos de sus ex compatriotas en definirse a sí mísmos por lo que son, y no por lo que hacen, nos decía Matvejevic: por todas partes, entre las ruinas de la Europa del Este, en la misma Europa sólida y libre que ahora recibe como ex patriados que se marcharon de su país por miedo a ser no ya ex yugoslavos, sino, sobre todo, ex vivos, cunde como una fiebre devastadora la identidad del ser, el orgullo cimentado no sobre los actos libres y las decisiones razonables, sino sobre el puro azar del nacimiento, sobre la superstición de la pertenencia y el fanatismo maniático de las fronteras.Ahora que todo el mundo quiere pertenecer a algo y atribuirse a cualquier precio el mayor número de identidades subrayadas, de modo que ya no son posibles las causas comunes, sino tan sólo las conspiraciones sectarias, era estremecedor oír de nuevo el antiguo lenguaje de universalidad, internacionalismo y laicismo de la izquierda ilustrada y oírselo justamente a estos hombres que se han quedado sin país y que miran a su alrededor con el ensimismamiento invencible de quien ha sobrevivido a un apocalipsis y ya no puede creer en la simple realidad de unas calles no destrozadas por las bombas, de una ciudad en que la gente camina con despreocupación y bebe cerveza en los bares. En la mafiana nublada del viernes salgo del Círculo de Bellas Artes a las calles de Madrid y me acuerdo de cuando esta ciudad sufrió un asedio más algo y no menos cruel que el de Sarajevo: estaría bien que en razón de esa memoria hombres como Predrag Matvejevic y Nenad Fiser adquirieran entre nosotros una ciudadanía automática, y que nosotros mismos abrazáramos por solidaridad y por precaución, el patriotismo despojado de quienes ya no sólo son ex.

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