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La Campana y En Babia

Entre la plaza de Santa Ana y la calle de la Cruz está la calle de Núñez de Arce, transitada por toda la fauna humana que alcancen a imaginar, y en el número 9 estaba La Campana, taberna de ilustres y venerables sombras, con mesas y barra de mármol, en donde se dejaba reposar el chato de vino, la caña de cerveza y sus famosos pinchos de chicharrones.A La Campana iba gente del toro por la mañana, a la hora del aperitivo, a charlar largo, preciso y con sentido. Profesionales o aficionados cabales, despistados y otro, personal menos curioso. El hablar era, entretenido y conocedor, y no faltaba la pasión que los ardores guerreros no solían enmarañar; eso quedaba para otros mentideros y lugares de bronca catadura. A lo mejor, de vez en cuando entraba una luciérnaga que hacía la calle por los alrededores, a refrescar el ánima con una cerveza y un pincho oportuno.

También se dejaban caer por La Campana algún progre curioso o estudiantas, que preferentemente acudían por la tarde. Era de madera, mármol y zinc el paisaje trazado por la asolerada taberna acogedora. Y los camareros iban vestidos como tales, con el pertinente mandil; había un servicio eficiente y cordial, y el vino se servía en frasca.

Pero los tiempos cambian. Es conocido el estribillo: cada año, un bar de moda, una novela de raudo fulgor y mejores ventas, otro torero de moda y una guerra en cualquier parte del mundo, que para oprobio y vergüenza nuestra hay quienes intentan darle imagen de rutilante moda. Qué asco, no hay límites para el mercado, eterno nuevo orden.

Allí donde estuvo La Campana, un día cualquiera de no hace mucho apareció En Babia. Con la barra también a mano izquierda según se entra y con la misma forma y fondo de tranvía perezoso y otoñal. Bar con música no muy alta, pop y rock de por estas tierras y foráneo. El personal que va por En Babia es joven, parece tolerante y no se desespera por la indumentaria, o sea, que no gusta de la pasarela, pero suele ir con las ropas limpias. Estudiantes de telecomunicaciones o de periodismo, currantes de banca y morenitas de pelo rizado y ojos verdes, americanas de 20 años, mirones y despreocupados.

Al fondo hay un futbolín, que la clientela plural del bar, de preferencias nocturnas, a veces utilizará. En Babia está decorado con metales ocres o no, que a mi antojo rememoran roturadas tierras de Los Monegros o las tierras peladas de Almería. Un cierto gusto esquinado que no desagrada. A rachas cruzan el aire efluvios de canuto espiritoso o la risa de alguna pelirroja de peluquería. Se anuncian actuaciones de música o representaciones a guisa de entremeses posmodernos, hijos del vodevil, el pop y el culebrón en cápsulas. Una sabrosa mixtura desahogada sin demasiadas pretensiones.

A través del cristal de la barra se divisa una playa pedregosa, con objetos imposibles, caballitos de mentira, anillos o florecillas de plástico y un reloj de pulsera gigante y submarino. Todo ello tiene un aire naïf. Y por detrás de la, barra, colgada en la pared y como presidiendo el local, hay una maniquí metálica que parece una sirena marciana que hubiera perdido la cola. Ella tiene calzadas unas gafas de aviador alucinado, está insinuante y parece que fuma y espera.

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En fin, que son algo más que matices o profundas sutilezas lo que diferencia a En Babia de La Campana. Sin embargo, a uno le hubiera gustado no ver hecha recuerdo la antigua taberna. Uno y otro lugar hubieran podido convivir cercanos, pero no revueltos. Ahora, como se sabe, los tiempos y la economía, cambian y se transforman, y los sueños, las buenas ideas y las viejas tabernas no son respetadas como deseamos y creo que merecemos.

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