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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Diatriba cuaresmal

Antonio Muñoz Molina

Ahora que se ha terminado la fantochada carnavalesca de todos los años, está bien quitarse la máscara y apartarse un poco del barullo de las chirigotas y los matasuegras para mirar de frente las evidencias sombrías de la cuaresma. En los últimos quince años, el carnaval viene siendo un cadáver tambaleante que no logran reanimar del todo las corrientes eléctricas de la subvención y el despilfarro, no una mera fiesta, sino una actividad cultural, y una actividad lúdica, por supuesto, que es como les gusta a las autoridades que sea la cultura.Salvo en Cádiz, donde la bulla y el sarcasmo son manifestaciones naturales de la vida cívica, el carnaval tiene en casi todas partes un oficialismo gris de celebración fracasada, y lo organizan las concejalías de Cultura y fiestas, cuando no las de Juventud, y nunca falta un pregonero antropólogo que hace el elogio de la transgresión, de la fiesta, de la máscara, etcétera. En los últimos quince anos, el país entero se ha sumergido en un carnaval, en una cohetería inacabable de fiestas lúdicas y actividades culturales que tuvo su primera ejemplaridad en el cinismo senil de Enrique Tierno Galván y alcanzó el paroxismo, en la Sevilla alucina da y delirante de la Expo. Es ahora cuando parece que llega por primera vez la cuaresma, tan reveladora y tan amarga como la claridad del amanecer para los juerguistas exhaustos que de un minuto a otro ven sus caras convertidas en viejas máscaras de goma. No se sabe de ninguna juerga, de ningún engaño colectivo, que haya durado tanto: la bacanal española de la cultura divertida, de la vanguardia en nómina municipal, de la caradura ignorante santificada como audacia estética, sirvió durante los ochenta para tramar el espejismo de un país estremecido por una erupción de creatividad que asombraba al mundo. Que el mundo, efectivamente, estaba asombrado, o más bien estupefacto, lo pude comprobar yo mismo en la Feria del Libro de Francfort de 1991, donde el pabellón español era una especie de plaza de toros con tenebrosidades y láminas de chapa como de discoteca ultramoderna, con ese grado terminal de diseño que suele encontrarse en algunos bares catalanes. En aquel pabellón no sólo había, en vez de libros, simulacros de libros: aun en el caso de que los hubiese habido, habría resultado imposible leerlos, dada la falta de luz. Los extranjeros, en Francfort, levantaban los cortinajes de capote taurino que daban paso el pabellón español, y eran dignas de verse las caras que ponían mientras erraban, pisando albero fosforescente, entre aquellos armazones metálicos con pantallas de vídeo y libros huecos de cartón, como los de las tiendas de muebles, penosamente acostumbrados como estaban a la vulgaridad de los volúmenes ordenados y clasificados en las estanterías anacrónicas de las bibliotecas. En una sala adyacente, señoritas de chaquetilla corta y sombrero de ala ancha color rojo sangre servían copitas de jerez a la concurrencia.

Fiesta y silencio

Gracias a la generosidad benevolente de nuestras autoridades, el carnaval interminable nos disculpaba del aburrimiento y la monotonía del aprendizaje: entre fiesta y fiesta, el Gobierno proponía y el Parlamento aprobaba leyes educativas que iban erradicando por igual de la escuela las humanidades y los saberes científicos, con la complicidad explícita de la izquierda y de los sindicatos de la enseñanza, y el silencio de la derecha, silencio comprado a precio de oro con las subvenciones a los colegios privados. El elogio de la ignorancia, que había sido siempre patrimonio de cleritalismo y el absolutismo más negros, se convirtió de pronto en patrimonio de la izquierda: a más de un maestro concienciado y barbudo yo le he oído decir que la palabra escrita es represiva, a diferencia de la palabra hablada, del grito, de la alegre interjección festiva, de modo que enseña a escribir y a leer no son actividades prioritarias, sino coacciones sutiles de la espontaneidad. De vez en cuando, en medio del barullo, se alzaba una voz lamentando elegiacamente lo poco que se lee en España: nuestras autoridades, que habían mostrado en la Feria del Libro de Francfort un pabellón sin libros, lanzaron una campaña de animación a la lectura cuyo protagonista era un chimpancé.

Después de un carnaval de quince años, nadie puede atreverse a predecir la duración de la cuaresma, pero aún quedan quienes se obstinan en retrasar o en negar Su llegada, igual que algunos concejales inexpertos en raíces vernáculas y en antropologia organizan el martes de carnaval, después del miércoles de ceniza. El carnaval, en la televisión, se va transfigurando en una parada de los monstruos, y. mientras los intelectuales oficialmente lúcidos salen en defensa de la basura más degradada y envilecedora, se hace público un informe de la OCDE sobre los niveles educativos de los países europeos que da por terminada la fiesta y nos pone en nuestro sitio: entre los veinticuatro países miembros de esa organización nuestro sitio, exactamente, es el vigésimo segundo, por encima tan sólo de Portugal y de Turquía.

No es mal resultado, después de quince años de cultura frenética y de modernidad jadeante, después de gastamos el dinero que no teníamos en canales públicos de televisión que ofenden cada minuto la decencia y la dignidad humana y en una febril maquinaria administrativa volcada en el fomento del carnaval y en el halago y la tolerancia de la chusma, en consejerías y concejalías y asesorías y gabinetes y direcciones generales y patronatos y fundaciones y áreas y vocalías, de cultura. Nos contaban que estábamos entre los primeros y ha venido a resultar que somos los antepenúltimos, y que nuestro vanguardismo nos conducía gallardamente al liderazgo de la retaguardia. Las autoridades, supongo, apenas ternminadas las vacaciones de carnaval y antes del comienzo de las de semana. santa, ya estarán pensando en tomar medidas enérgicas que atajen el desastre. Pueden reclutar de nuevo al chimpancé que se rascaba la cabeza con el lomo de un libro, o nombrar ministra de Cultura o de Educación a María Teresa Campos, por ejemplo.

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