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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pacto lingüístico

POCAS DUDAS hay de la existencia de sectores interesados, por motivos políticos coyunturales, en agitar la bandera del conflicto lingüístico en Cataluña. Pero algunas de estas reacciones son inevitables y sería verdaderamente alarmante que un proceso tan delicado, que necesariamente afecta a derechos individuales -los de miles de maestros, por ejemplo-, pasase por la sociedad catalana como la luz por un cristal. Es temeraria cualquier iniciativa que estimule la aparición de dos comunidades lingüísticas separadas; pero nada la favorece tanto como la descalificación sumaria de cualquier muestra de desconfianza o disidencia respecto a la opinión mayoritaria -pero no unánime- existente en Cataluña respecto a la cuestión de la lengua.Los problemas asociados al proceso de normalización del catalán apenas han tenido repercusión pública, y, de hecho, sólo el 10% de la población se considera preocupado por ellos. El asunto se ha ido crispando, sin embargo, a raíz de la difusión de unas circulares de la Generalitat sobre criterios lingüísticos y la posterior aparición de un proyecto de modificación de la Ley de Normalización, y, más recientemente, por la presentación por parte del Tribunal Supremo de una consulta sobre la constitucionalidad de tres artículos de esa ley, que viene aplicándose desde 1983.

Muchas personas han considerado anacrónica o perturbadora esa iniciativa del Supremo; aunque lo fuera, ello no justifica desafíos que han condicionado la plena aceptación de la Constitución a una resolu

ción del Tribunal Constitucional favorable a sus tesis. Pero, además, es posible que el debate abierto con ese motivo alerte a tiempo sobre ciertos problemas que permanecían en estado latente y que sólo se manifiestan, cuando lo hacen, en la forma de un difuso resentimiento por parte de sectores de la población.Según el censo de 1991, habla catalán el 68% de los catalanes y lo entiende el 93%. Pero la mitad de la población, entienda o no el catalán, lo hable o no, tiene el castellano por lengua materna. Por otra parte, el ciento por ciento de los ciudadanos catalanes entiende y habla el castellano (hace 30 años era el 95%). Así pues, Cataluña es mayoritariamente bilingüe, y existen condiciones favorables para que en un plazo razonable lo sea prácticamente toda la sociedad. En un plazo razonable: el necesario para que ese objetivo se alcance sin que el sector de la población cuya lengua habitual es el castellano lo interiorice como una imposición.

Se argumenta que la Ley de Normalización Lingüística fue aprobada por unanimidad, que ha gozado desde hace 10 años de un amplio consenso político y que su aplicación no ha suscitado conflictos en la población. Todo ello es cierto, y se trata del principal argumento en favor de la política lingüística de la Generalitat. La experiencia aconseja, sin embargo, introducir dos cautelas. Primera, que el consenso político fue posible por el acuerdo previo sobre la conveniencia de evitar el conflicto lingüístico: sería bien paradójico ampararse ahora en la unanimidad del acuerdo básico para hacer una aplicación unilateral, abusiva, desconsiderada, de la ley. Algunas circulares de inspiración monolingüe sobre la utilización del catalán en la Administración pública y ciertos aspectos del proyecto de reforma de la ley de 1983 -con elementos de un intervencionismo insólito- revelan que esa tentación existe.

Segunda, que el consenso social respecto a la aceptación del catalán como vehículo de enseñanza obligatoria puede no ser del todo espontáneo cuando el poder establece a la vez disposiciones expresa o sutilmente discriminatorias en favor de los catalanohablantes: en el acceso a puestos de trabajo, becas de estudio, subvenciones, etcétera; los padres aceptarían la inmersión lingüística y cualquier otra medida con tal de evitar que sus hijos padecieran esa discriminación.

Es cierto que nada sería tan discriminatorio como la institucionalización de dos redes de enseñanza paralelas: ello supondría en la práctica, en muchas localidades., la consagración de la marginación en un gueto del sector monolingüe castellano, además del empobrecimiento cultural del otro sector. Por otra parte, la llamada inmersión lingüística es en principio una legítima técnica pedagógica destinada a garantizar el aprendizaje del catalán por los niños cuya lengua materna es el castellano. Pero la política sobre la lengua no puede guiarse exclusivamente por criterios de eficacia pedagógica. Es cierto que esa inmersión la practican los niños de cualquier provincia española que estudian en liceos franceses, colegios ingleses, etcétera. Pero sus padres eligen ese modelo de enseñanza voluntariamente; mientras que el proyecto de la Generalitat lo hace obligatorio.

De ahí que la renovación del pacto lingüístico pase ahora por extremar las garantías sobre el carácter voluntario de la opción de cada ciudadano y, por tanto, por un uso cuidadoso de los estímulos discriminatorios en favor de los catalanohablantes. Resulta contradictorio con la idea de consenso el argumento de que los avances registrados permiten aplicar hoy normas más exigentes que cuando se aprobó la ley; es al revés: precisamente porque el problema está bien encauzado -el número de ciudadanos capaces de hablar catalán ha aumentado- es posible renunciar a esas discriminaciones.

Hay motivos para temer que, sin ese pacto, lo que ahora es una polémica en parte artificial se convierta en un foco de resentimientos y hostilidades que arruine el proyecto de sociedad bilingüe y civilmente armónica a que aspira la inmensa mayoría de los catalanes.

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