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Blindaje y protectorado

Enrique Gil Calvo

El Gobierno, tras el empate relativo con que se saldó la huelga cuasi general, cree estar muy seguro de su posición, pues todas las instituciones económicas, propias y foráneas (¡hasta la Organización Internacional del Trabajo, que es la ONU de los sindicatos! Véase EL PAÍS, 4 de febrero de 1994, página 44: La OIT respalda la reforma laboral española), son unánimes al respecto: hay que desproteger el sistema de relaciones laborales para que las leyes del mercado permitan ampliar el empleo mediante la reducción de sus costes de entrada (salario mínimo) y de salida (despido). Esto, en teoría, es irrebatible, pues, en efecto, para que la demanda de trabajo o la oferta de empleo asciendan, su precio ha de bajar. Por tanto, parece lógico aceptar, con los social-liberales, que en época de crisis hay que desproteger el empleo para que pueda llegar a crecer sustancialmente: en España resulta preciso crear más de cinco millones de nuevos empleos para poder llegar a tener una tasa de ocupación real equivalente al promedio europeo. Y eso sólo podrá lograrse desprotegiendo el sistema laboral para hacerlo más elástico y posibilitar así que se absorba el desempleo contratándolo a precio de mercado (y no a precios artificialmente elevados por decreto gubernamental).Ahora bien, el Gobierno se contradice gravemente, pues, si por una parte pretende desproteger el mercado de trabajo, por la otra está reforzando y ampliando el proteccionismo de que disfrutan otros sectores no laborales, pero subvencionados a cargo del contribuyente o protegidos por barreras y privilegios que les excluyen del riesgo de la competencia de mercado, desde la Universidad o el sector audiovisual (cine, teatro, televisión pública, ópera catalana, etcétera) hasta el campesinado, los farmacéuticos, los colegios profesionales o el pequeño comercio, cuyo cierre en jornadas religiosas se fuerza por decreto teocrático. Y ello por no hablar del partido gubernamental (cuyos militantes y cuyos canales de contratación y financiación están clientelarmente protegidos de las inclemencias del mercado) o del funcionariado administrativo mismo, ese millón y medio largo de españoles (entre los que me incluyo) cuyo empleo y cuyo sueldo están absolutamente protegidos a cargo del contribuyente desprotegido. Y se da así la paradoja de que el desprotector gubernamental resultar estar él mismo doblemente protegido: como militante socialista y como funcionario público.

Pero en este aspecto del funcionariado público hay dos extremos particularmente sangrantes, que cabe comparar con su nivel equivalente en el mercado: me refiero al extremo del salario máximo y al del salario mínimo. Comenzando por este último, si el mercado de trabajo fuese enteramente libre (es decir, por completo desprotegido), el salario mínimo caería lo suficiente para absorber las bolsas de desempleo existentes (juvenil, femenino e inmigrante). Lo cual les parece a muchos inmoral, sobre todo si lo comparamos con el sueldo mínimo de los funcionarios, que se fija por decreto y no por libre mercado. Ahora bien, esos salarios mínimos de miseria, capaces de reducir el paro, serían libres al menos y nadie estaría obligado a aceptarlos. Pero es que en el sector público aún hay algo peor, como es el servicio militar obligatorio: trabajo servil gratuito (sin salario y sin libertad de mercado), es decir, trabajo forzoso. Y para que no resulte tan injustamente discriminante, ahora se pretende extender este forzoso trabajo servil a la mitad femenina excluida hasta hoy (¿quizá para maquillar a la baja la tasa femenina de desempleo?), disfrazándolo más de servidumbre social que de servicio civil.

Por lo que hace al otro extremo del arco salarial, la piedra de escándalo son los contratos blindados de los altos ejecutivos. Ahora bien, desde el punto de vista de la libertad del mercado, no hay nada que reprochar, siempre y cuando el contratante y el contratado sean independientes entre sí: y esto vale para los profesionales contratados tanto por el sector público como, por el mercado privado. Pero aquí surgen dos corruptelas perseguibles de oficio, pues constituyen un auténtico delito de cuello blanco. Por un lado están esos directivos de empresas privadas (o públicas, si llega el caso) que se contratan a sí mismos con contratos blindados: aquí no hay justificación alguna para ello, pues en la autocontratación no hay libre competencia de mercado. Pero aún peor es su perversa traducción a la función pública: me refiero a esos indignantes complementos de productividad que los altos funcionarios de todos los cuerpos del Estado se otorgan y se reparten a sí mismos, al margen por entero de cualquier criterio de competencia profesional. ¿Cabe proteccionismo más perverso que el de la falaz autoprotección con que se blindan los desprotectores de oficio?

Pero la posición de los sindicatos no parece menos contradictoria que la del Gobierno. Es cierto que su defensa del proteccionismo laboral tiene una sólida línea de argumentación sobre la base tanto de los agravios comparativos, que acaban de comentarse más arriba, como especialmente de los derechos adquiridos: ¿por qué renunciar a las conquistas salariales y de seguridad en el empleo que se vio obligado a otorgar como concesión el franquismo tardío, antes y después de la transición? Sin duda, esta posición es muy sólida, y los sindicatos debieron haberla esgrimido con mayor fortuna en la negociación del pacto social, poniendo elevado precio a su disposición a renunciar a tales privilegios históricos. Pero lo que no debieron hacer nunca es cerrarse a toda desprotección, como en definitiva hicieron. ¿Qué justifica su proteccionismo a ultranza?

Se trata de un círculo vicioso inexorable: proteger el empleo con altas barreras de entrada (salario mínimo) y de salida (coste de despido) significa blindar a los actuales empleados adultos en detrimento tanto de los potenciales empleados futuros jóvenes y mujeres hoy desocupados en número creciente) como de los inminentes jubilados por venir (cuyas pensiones precisarán para financiarse que se multiplique la población ocupada, en lugar de reducirse, como hoy sucede). Seguir haciendo del escaso empleo actual un protectorado jurídicamente blindado significa convertirlo en un bunker cada vez más cerrado, al que nadie puede entrar y del que resulta muy caro salir. Por ello, los responsables sindicales debieran advertir que los derechos adquiridos que defienden significan pan para hoy y hambre para mañana: la protección actual de unos pocos (y cada vez menos) a cambio de la segura desprotección futura de los más. Pues lo grave es que quien está pagando el precio del actual proteccionismo laboral no es tanto la patronal o la burguesía (aunque también, dada la quiebra de empresas y la caída de los beneficios) como sobre todo la población trabajadora excluida y expulsada del empleo: es la clase obrera entera como un todo la que está soportando el coste del blindaje laboral.

Por ello, es preciso que se produzca la transición sindical: y no tanto por la renovación generacional de sus cúpulas dirigentes (que ya se dio en CC OO sin que por ello cambiase su táctica de proteccionismo a ultranza) como sobre todo por la redefinición de sus objetivos estratégicos. Hay que advertir que para proteger a largo plazo el empleo (logrando que crezca lo necesario para integrar a jóvenes o mujeres y para costear las futuras pensiones de jubilación) resulta preciso antes desproteger a corto plazo su salida (despido) y su ingreso (salario mínimo). Pero advertir eso exige una responsabilidad histórica por parte del liderazgo sindical que puede que no esté a la altura de la talla de sus actuales dirigentes, dada su ejecutoria reciente y la menguante tasa de afiliación al bunker blindado que les protege. ¿Qué relevo humano será capaz de regenerar una nueva conciencia sindical, ya no estrechamente proteccionista, sino por fin institucional, que se fije como meta el progreso y la reorganización de todos los actuales y potenciales trabajadores por cuenta ajena? Y pocas dudas caben sobre la urgente necesidad de este relevo, pues la institución sindical es la raíz misma de la izquierda europea, hoy derrotada por su estéril búsqueda de la protección social a ultranza.

es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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